viernes, 22 de junio de 2012

La divina comedia


1.

La única revolución posible siempre ha sido, y ahora más que nunca, la recurrencia del pensamiento mágico, la voz infinitamente honesta y atrevida de los desesperados. El hundimiento de lo real y la disolución de las costuras precarias que garantizaban su aparente consistencia, propicia para nosotros la posibilidad de presenciar las corrientes subterráneas y opacas en las que siempre ha flotado, a la deriva, la razón práctica. La incertidumbre que nos atraviesa y constituye, el desconocer como negatividad que permite la aparición del espectáculo de lo real, es el detonante del acontecimiento ultraterreno del pensar, un acontecimiento que sólo puede tener lugar desde la ignorancia de lo trascendente y las sugerencias que Ello provee a la conciencia.

Tiempos revolucionarios: ahora, nuestro sentir ha de aceptar la apertura a la única verdad absoluta y cierta de lo real: su radical sacralidad.


Todos hemos muerto, nuestros cuerpos no son más que el modo en que las almas se presentan entre sí. La cordura del pensamiento científico exige renegar de la certeza aterradora de nuestra santidad y su misterio. "La realidad" como territorio inmanente, como facticidad plena, no es más que un epifenómeno de la voluntad celestial. En Dios acontece la coherencia y composibilidad de lo real en un único campo para el que no hay afuera.


Se buscan ideas, es el signo de los tiempos, el punto de llegada al bucle materialista. Somos una generación afortunada, pues hemos sido bendecidos con la gracia del desafío de reconstruír un Dios.

Sólo hay una verdad Última para la lógica, la matemática y la filosofía: lo real existe cuando, de suyo, debería no exixtir.
La realidad es un milagro. La realidad es un secreto -por cuanto el ser es la pregunda desde y hacia sí mismo. La realidad es lo imposible confirmado. La realidad, en su ser profundo, es un fenómeno paranormal. Todos lo sabíamos, el nihilismo ha sido un caprichoso what if tan divertido como efímero

2.
Releamos El Antiedipo, voluntarioso artefacto que especulaba con la animalidad del cosmos, y por supuesto fracasaba: la empresa de construír una biografía autosuficiente e incondicionada para la res extensa llevaba en su germen su imposibilidad, pues los Sabios siempre han sabido que nunca hubo tal cosa como una "res extensa" o una "cosa en sí" ; lo inmanente es un epifenómeno perspectivo de lo trascendente. Nada menos racional que un big bang fundador de un cosmos capaz de obtener sus leyes de la nada por sí mismo. Niños jugando a que no hay Dios. Ignoran que es Dios el que les insta a participar de ese juego.

El no-sujeto o máquina deseante de D&G, privado de cualquier autonomía, no puede ser más que el portavoz autómata de designios mundanos que le preceden, invistiéndole hasta monopolizar su actuar. En su literatura no hay escapatoria posible al imperio de los flujos deseantes, ladrillo último de lo virtual y lo actual: de ahí su recuperación de la moral estoica, la dignidad que de los que asumen con entereza y sobriedad los requiebros de un destino absolutamente autosuficiente y soberano. El ser que resulta es entonces pasivo, teatral, efecto y nunca causa. La única participación de lo real que le es concedida es la de dar testimonio de sí: la máquina deseante es entonces el taquígrafo de los flujos, únicamente capacitado para fabricar testamentos de lo real en forma de relatos de la conciencia. Su modelo metafísico presenta muchos problemas: su solidez se ve comprometida cuando se altera su estricta retórica, y lo que es peor, se viene abajo cuando se aplica a sí mismo su metodología crítica.

El antiedipo puede ser leído como un tratado de teología. Basta con sustituir en el relato la palabra "deseo" por la palabra "amor", manteniendo las taxonomías, axiomas y cadenas silogísticas de su argumentación: como constructo lógico y distribuidor de causalidades e identidades, nada cambiaría. ¿Por qué deseo, y no amor?  ¿Por qué afecto, y no sentimiento? Es una cuestión meramente connotativa, un juego estilístico con el timbre y la atmósfera del discurso, pero no con la sistemática que en él resulta.

Hay algo que nunca he entendido de la obra de D&G, como tampoco en Spinoza o Freud: el concurso en su sistema del concepto de "represión", que tal y como yo lo entiendo es una instancia negativa en modelos de lo real que, en cuanto inmanentistas, no pueden jugar más cartas que las de la positividad, la facticidad y la presencia. "Represión" del deseo, u obstaculización del camino que debiesen haber seguido sus flujos naturalmente. Algo no cuadra: la "represión" es un artificio injustificable en un sistema que afirma la univocidad y universalidad de lo real como lo real natural. "Represión" sin sujeto, sin agente ni instancia actuante, traiciona el principio de no contradicción, pues si todo es deseo no hay un afuera ni alternativa. Represión, contención, sobrecodificación, investidura deseante... El Antiedipo se traiciona a sí mismo recurriendo a mecánicas de esa dialéctica que pretende derrocar. Todo el ingenio, rigor y belleza de su sistematización del mundo se vienen abajo cuando sus presupuestos son sometidos al aparato de juicio que él mismo pronone. Muy al principio de su Ética, Spinoza da por necesaria la existencia de Dios: D&G quieren prescindir de esa figura sin la cual todo el sistema se viene abajo.

El spinozismo es un orden teológico, ¿cómo es posible que sus herederos prescindan tan irreflexivamente de esa condición fundante? El panteísmo es una mística, y místico ha de ser todo materialismo.

"Capitalismo y esquizofrenia" es una cartografía enmascarada del Amor de Dios que recorre el mundo en la forma "realidad". 


3.
Es probable que Freud haya sido un magnífico inventor, pero indudablemente era un pésimo argumentador: la metodología hipotéticamente científica desde la que articulaba su discurso presenta tantas insuficiencias que el aura y respeto que rodean su figura en los círculos filosóficos no tiene parangón entre los científicos. Las fallas epistemológicas de su falso materialismo hacen de su obra un inquietante y hermosísimo imaginario poético, pero desactivan su eficiencia como sistema riguroso. La antropología que colateralmente es definida por el psicoanálisis no se sostiene sin el abundante recurso a lo trascendental.
La noción de Inconsciente carece de convicción cuando se le busca una inmanencia imposible. ¿Dónde está el inconsciente, y cómo se incorpora a un sujeto por lo demás inerte? El inconsciente tal y como es presentado por Freud carece de sustancia material o ideal, es una ausencia radical a la que sólo se puede acceder desde sus huellas. Algunos de sus herederos pretendieron objetivarlo: el inconsciente es el cuerpo, el inconsciente es la estructura profunda del lenguaje. Pero este modelo presenta un gran problema: ¿cómo entificar una dimensión del espíritu que ni es presencia ni fenómeno, y que por su identidad tiene prohibido serlo? ¿Cómo puede llevar a cabo el ejercicio decisional una figura fundada en su ausencia, desvío, ocultación y silencio? El retiro fenoménico del inconsciente es, desde el rigor del materialismo, su inexistencia en el campo de la realidad, pues el dogma empirista exige el don a la conciencia de todo lo identificable como esencia. El inconsciente se define por su ausencia fáctica de la conciencia, sobre la que sólo puede actuar de manera negativa y por tanto trascendental.
El inconsciente es inaceptable como figura lógica o inmanente. La trampa freudiana, en su proposición de una dimensión legisladora oculta de la acción humana, sobresalta de tal modo la condición de lo personal que toda libertad queda abolida, y por tanto, como en el caso de Deleuze, el hombre es miniaturizado como mero testigo y portavoz del devenir autónomo y autosuficiente de lo real como conjunto autoproducido y autodeterminado desde el deseo. No alcanzo a comprender cómo un filósofo tan insistente y metódico en su busca de la inmanencia como Deleuze puede dar por buena esa entidad ultraterrena y genéticamente trascendental como es el inconsciente. El antiedipo nace con dos objetivos sobresalientes: el primero, encontrar la inmanencia radical del inconsciente, y el segundo (consecuencia derivada del anterior) sistematizar su actividad fabril, generadora de realidades. Pero IMHO no consigue demostrar ninguno de estos presupuestos: no renuncia al inconsciente porque, como en el caso de Freud, le sirve como cohartada a la que atribuír aquellas características de la acción humana que no le satisfacen. Alta traición al orden geométrico spinozista, y falta de respeto letal a la dignidad y libertad humanas.

Por tanto, considero que tanto en Freud como en Deleuze la noción de inconsciente es únicamente pensable como "imperativo material" anterior a la voluntad o el albedrío del sujeto. Pero su dimensión decisional le inviste de una cualidad proactiva que sólo puede ser Divina. Pre-real.
La acertadísima afirmación de Freud "el yo no es señor en su morada" invoca una autoridad invisible, no derivable de la conciencia, necesariamente impresente pero ubicua y omnipotente, y capaz: la figura Inconsciente queda resuelta armónicamente en su modelo de lo real si se la equipara a Dios, por cuanto sólo puede ser "la forma de voluntad propia de la res extensa" y principio fundante de la percepción de lo real.


4.
En esas me hallo, cuando se cruza en mi camino el considerado manifiesto fundacional del realismo especulativo, el potentísimo "After Finitude" de Quentin Meillassoux, indudable soplo de aire fresco vigorizante en el panorama del pensamiento contemporáneo, cuyo circuito está monopolizado por divas adictas a la alfombra roja (Zizek, Badiou), activistas más voluntariosos que inventivos (Negri, Nancy), saqueadores de ideas ajenas (Agamben) y por supuesto la cansina y omnipresente figura del que se hace una carrera a base de namedropping (Simon Critchley y gente de esa cuerda). Siguiendo la taxonomía de Leo Strauss, intuyo que Meillassoux tiene más de pensador auténtico que de aplicado y prudente scholar: su pensamiento es descarado y temerario, arriesgado y autoindulgente, con esa forma de valentía inconsciente propia de los locos, que actúan sin apercibirse de lo excéntrico de su actuar.
Lo sorprendente de un texto con unos cimientos tan sensatos como "After finitude" es que nadie antes haya abordado la problemática que plantea con la misma centralidad que le otorga Meillassoux, pues el hilo conductor de su obra parte de cuestiones centrales la historia de la filosofía (la relación entre el ser y el pensar, y entre contingencia y necesidad) manejadas con un sentido común meridiano y casi paradójico en su logística. A base de deducciones lógicas muy bien elegidas, y con habilidad para llevarlas hacia un pensamiento tan autoritario como el suyo, la atmósfera del libro desconcierta y divierte por la naturalidad con la que obtiene conclusiones decididamente macabras, tranquilamente resueltas desde un planteamiento frío y sin dramatismos. Su radicalización del nihilismo científico es tan severa y contundente, que éste queda desnudo, presentado en toda la descarnada violencia con la que el relativismo razonado nos arroja a los pies de los caballos de la incertidumbre.
"After finitude" tiene su hallazgo más audaz en el concepto de Hipercaos, que no es sino la indescirnibilidad de la verdad elevada a su máxima potencia, y planteada desde una axiomática tan vieja como el mundo: el único conocimiento certero y estable que podemos afirmar de lo real, es su necesaria incerteza e inestabilidad. Despreocupadamente, y como si al final de su investigación le esperasen buenas noticias, Meillassoux reduce a escombros el correlato entre pensamiento y ente, el principio de razón suficiente, la dialéctica finalista y cualquier otra presuposición de un orden necesario para el cosmos: lo único que salva en su hipercaótica ontología es el principio de no contradicción como axioma metafísico, y las matemáticas como herramienta para especular sobre lo ancestral, verdadero protagonista del libro. Una pirueta la suya tan extrema que el mismo Nietzsche podría escandalizarse ante ideas tan desconcertantes y escépticas.
Lo curioso es que, de manera muy natural, Meillassoux consigue salvar la idea de Dios en el medio de ese imperio azaroso de lo contingente que gobierna su ontología: "lo posible" es un conjunto tan amplio, el universo es tan impredecible y loco en su comportamiento, que quizás un día aparezca un Dios de la nada, como de la nada surgió el universo sin razón necesaria. Una idea que seguramente traerá cola y que el propio autor continúa especulando en estos momentos, mientras redacta su esperadísimo voluman sobre un "Dios virtual" que quizás arroje un poco de sustancia a un campo tan famélico y defenestrado hoy en día como es la teología.

5.

 

Algunos parecen haber concebido al hombre en la naturaleza como a un reino dentro de otro reino. Porque creen que el hombre puede alterar y no sólo seguir los designios de la naturaleza, porque tiene absoluta soberanía sobre sus actos, y no está determinado por nada que no sea él mismo.Ellos atribuyen la causa de la debilidad y la inconstancia humanas, no a la potencia ordenadora de la naturaleza, sino a algún defecto o causa de otra índole en la naturaleza humana, por lo cual la deploran, la desprecian y se burlan, o lo que es más común , abusan de ella. Aquel que puede comprender de la manera más elocuente o astuta la debilidad humana, es considerado por sus congéneres alguien casi divino.

Baruch Spinoza





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