sábado, 28 de julio de 2012

Tres Efes

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Charles O. Nussbaum 
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The Musical Representation: Meaning, Ontology, and Emotion
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Mitt Press 2007 

La forma sigue a la función

La célebre máxima “La forma sigue a la función” (de irremediable longevidad en los discursos y prácticas arquitectónicos de los últimos cien años) brilla por su capacidad para resumir en tres efes (form follows function) la cosmovisión teleológica sobre la que se asienta la ciencia contemporánea. Quizás, la modernidad en sí sean esas tres efes: creer que la morfogénesis tanto de los corporales como de los incorporales es la resultante de algo, que los productos de la realidad son correlativos a un engranaje causal susceptible de ser descifrado por el intelecto humano. En el fondo, form follows function es un aforismo que exige fe: la creencia en un orden causal en el universo, en lo necesario. Es por tanto una máxima optimista y confiada en la razón (único dominio de lo funcional), y hay quien afirma que el gran fracaso de la arquitectura moderna es testimonio de su insuficiencia, excesivamente optimista, de la coextensión entre lo formal y lo funcional. Es un problema muy complejo.
Biología, geología o física de partículas dan por buena esa condición necesaria de la morfogénesis en la naturaleza: si existen ciencia o filosofía es, como bien advertía Hegel, como un escape ante el horror de la contingencia. Si la forma sigue a la función, el universo está esencialmente ordenado, existe un correlato entre medios y fines, una predictibilidad de lo real, un refugio frente al caos. Todo el pensamiento occidental ha hecho suyas esas tres efes, construyendo el mito del universo-reloj que se ha mantenido desde los pitagóricos hasta los investigadores del CERN.

 
La forma de una raíz, una flor o una molécula de sal son explicables por la función que cumplen, siguiendo el planteamiento aristotélico de las categorías y las cuatro causas: la forma de la raíz responde a su función alimenticia y estructural, la de la flor a las necesidades de polinización, la de la molécula de sal a determinadas valencias de los átomos que la componen. Lo formal nunca termina en sí mismo, siempre es remitido a un orden superior y holístico del que ha de ser consecuencia: las distintas configuraciones formales de la sustancia, y los atributos y potencias que de ella se derivan, responden en la metafísica occidental a la función que han de cumplir, generalmente orientada a la auto-perpetuación en contextos siempre mutantes: forma es el equilibrio precario que permite retrasar la disolución a la que todo está condenado. La forma “raíz” es lo que impide que la materia de la que se compone vuelva a ser tierra.
Lo problemático del form follows function es su traslación al campo de la acción humana, gesto que supone el paso del humanismo clásico a las “ciencias humanas”, que presuponen que toda práctica del hombre es necesaria (y por tanto, potencial objeto científico) y a resultas de las condiciones de su aparición y perpetuación contingentes. La antropología o la sociología sólo tienen sentido como “saberes” en la medida en que se acepta la premisa de que las formas sociales no son casuales o aleatorias, sino explicables desde algún tipo de utilidad: los rituales y leyes de parentesco, los sistemas teístas y principios filosóficos de cada pueblo no son autosuficientes, no han adquirido caprichosamente la forma que los caracteriza, sino que cada formalización soluciona diferentes circunstancias y problemas (mediante los cuales se puede inducir una función generatriz para cada forma). Esta visión científica / materialista / mecanicista / utilitarista de la acción humana ha logrado modelizar prácticamente toda expresión cultural como efecto de un determinado orden causal y funcional.

Pero hay algo que se resiste: el placer musical.


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El placer sigue a la función

El placer humano en principio no presenta grandes misterios, y es fácilmente reducible a determinadas funcionalidades. Así por ejemplo el placer gastronómico es una recompensa del cuerpo por habernos nutrido y garantizado así nuestra supervivencia; el placer sexual, un incentivo de la naturaleza por mantener la continuidad de la especie; el placer ritual es un modo de fortalecer los vínculos sociales y así sostener la fertilidad de nuestra acción conjunta. Todos los placeres parecen tener un sentido natural, una necesidad funcional lógica, sirven para algo, incluso en lo más oscuro del modelo freudiano de la subjetividad, cuyo “Más allá del principio del placer” no era más que una intentona por justificar de modo utilitarista los impulsos agresivos y suicidas aparentemente displacentes. Sin embargo, no hay una teoría materialista verdaderamente convincente que explique el placer musical. La música no sirve para nada, y si el universo fuese tan lógico y maquínico como se nos dice, no deberíamos sentir ningún deleite en la escucha de música, pues es una forma de placer que no reporta ningún beneficio material ni al sujeto ni a la sociedad. He ahí la gran potencia subversiva de la música: es una práctica de placer libre, y por tanto al margen de cualquier discurso teleológico que quiera contenerla y limitarla. Es un placer libertino, pues es libre incluso de cualquier explicación teleológica, fisiológica o psicológica: su dominio es muy anterior al de la subjetividad.


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La forma sigue al placer

El techno puede leerse de manera ambivalente desde el principio de su funcionalidad: en principio esta música actúa como un artefacto cuya misión es hacer que los cuerpos bailen, y es bajo esta utilidad desde la que son producidas todas las composiciones. La música de baile (sea techno, house, samba o lambada) es esencialmente triple efe, pues sus formas son resultantes del objetivo que han de cumplir: poner los cuerpos en movimiento acompasado. Pero eso en realidad es no decir nada, al menos en lo referente al campo de lo formal, pues queda sin resolver por qué esas formas consiguen llevar a cabo su función. ¿Por qué el cuatro por cuatro hace que el cuerpo tienda a sincronizar sus movimientos con los del ritmo que suena? ¿Por qué el cuerpo se mueve, en presencia de según qué formas acústicas, y por qué ese movimiento es grato? La ciencia no puede aceptar el golazo que supone que no haya un por qué para estas preguntas, pues el universo-reloj exige la concordancia tranquilizadora entre lo objetivo y lo causal, es decir entre lo formal y lo funcional.
La pregunta por la forma musical es muy angustiosa para, por ejemplo, los arquitectos de mi generación, que hemos sido educados en una actitud ambigua e incongruente respecto a la vigencia de la modernidad: el credo del arquitecto sigue siendo racionalista (y subyugado por un bestial complejo de culpa ante cualquier capricho o contingencia proyectual) pero sabedor de la necesidad de matizar, actualizar y ampliar los condominios conquistados por el discurso, es decir, expandir un nuevo criterio de “funcionalidad” que sea científicamente argumentable pero con la flexibilidad suficiente para dar acomodo a la recién descubierta soberanía del usuario. No obstante, los arquitectos formalmente más libertinos suelen ser unos petardos, porque generalmente son muy torpes en la musicalidad o libertad compositiva que modula sus creaciones. En mi opinión el fracaso de los arquitectos estrictamente se debe a su desconocimiento de las artes secretas de la sensualidad, porque la música es un dominio esencialmente sensual, entendiendo por dicho término el deleite de los sentidos con anterioridad a cualquier intelección o reflexión. Sensual es la voluntad del cuerpo, el destino que gobierna la trayectoria de los pensamientos, y lo que de autónomo pueda haber en la forma respecto a una función, es en su pura sensualidad.
La sensualidad comparte algo con la mística: ambas cohabitan en aquellos niveles de la realidad insondables al pensamiento, al que anteceden y determinan. Numerosas culturas (sobre todo las judeocristianas) han construido ideologías místicas en las que placer y muerte van de la mano, estando ambas hermanadas en su indiscernibilidad y contingencia: de ahí que la música haya tenido habitualmente una función ritual, de invocación de agencias no presentes en el lenguaje. Así que de alguna manera, la sensualidad acústica (la forma musical) mantiene un parentesco por descubrir con funciones místicas… cuya efectuación tiene lugar en el cuerpo. Así que una ciencia materialista tanto de la forma musical como de la mística han de fundarse en la fisiología.
Y ese es el punto de partida del interesantísimo ensayo “The Musical Representation Meaning Ontology and Emotion”, que tienen ustedes de gratis en scribd: un sesudísimo ensayo sobre la representación musical desde una teoría de los afectos completamente materialista. Un trabajo muy pero que muy riguroso donde abundan categorías sacadas de la psicología cognitiva, una renuncia radical a cualquier psicologismo o subjetivismo, que además sirve en bandeja toda una historia de la filosofía de la música rebatida con sólidos argumentos por su autor. Pero para el tema que nos ocupa basta con leerse su magnífico sexto capítulo, “Náusea y contingencia: emoción musical y emoción religiosa”, que especula con posibles orígenes fisiológicos en muchos de los más recurrentes motivos musicales, todo ello expresado en jerga ontológica de primera clase. La conclusión a la que llega con más o menos claridad me parece la más acertada de todas las ontologías materialistas de la música que conozco: según se argumenta, lo musical sería una proyección háptica del cuerpo, que proyecta sensaciones corporales de unos objetos a otros mediante un complejo entramado inconsciente de evocaciones espontáneas. Así, la música tendría siempre algo de “espacial”, y su impacto sobre la conciencia sería por equivalencia con otras vibraciones de placer o displacer conocidas por el cuerpo con anterioridad: algo así como una mimesis desplazada de su lugar, en la que los fenómenos perceptivos se nos presentan cargados de reminiscencias de sensaciones rememoradas instintivamente.
Como racionalista contra mi voluntad que soy, me parece la más perfecta teoría inmanentista de lo musical, incluso en los capítulos en los que el autor se muestra más impertérritamente intransigente con cualquier autonomía de la mística o lo sensual. Es decir, al final es posible construir las tres efes del placer musical, explicarlo desde su más profundos fundamentos como forma que cubre una función… otro tema es que consiga resolver el misterio del placer musical. Una tarea que, necesariamente, exigiría reducir la esencia del placer como funcional en todas sus manifestaciones… y ese momento epistemológico significaría algo sí como “cerrar” el modelo científico de la realidad. Lo cual sería una pena.
Por algún motivo, encuentro liberador que el placer, el placer musical, sea completamente inútil, que sea inexplicable como función de nada, y por tanto mantenga esa autonomía ontológica de lo no causado que sólo consideramos para los dioses.

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1 comentarios:

  1. siempre me ha jodido estar seguro de que la música es una herramienta infinitamente más potente que la arquitectura... supongo que por eso empezó a interesarme la ciudad, que como envolvente casual es más capaz de producir unas resonancias con el cuerpo parecidas a las que describes para la música,
    que bien que hayas regresado!
    abrazo!

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