viernes, 21 de septiembre de 2012

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Cincuenta años de
Obra Abierta, de Umberto Eco

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¡Qué viejuna es ya la posmodernidad! Genuino precursor (¿o pionero?) de dicha estética, el controvertible “Obra Abierta” de Umberto Eco cumple ni más ni menos que cincuenta añazos, edad más que suficiente para evaluar la trayectoria y vigencia de las tesis que allí se defienden, y efeméride estupenda para recomendar la lectura de un texto todavía sugerente, quizás eclipsado por otras obras del autor mucho más populares pero decididamente menos enjundiosas. Equilibradísimo entre el rigor y la accesibilidad (las argumentaciones están a la altura intelectual de cualquier filosofeta hardcore, pero su retórica sencilla lo acercan al lector medio de ensayos culturales), el que en su día fue considerado un libro provocador y audaz resulta ahora incluso ingenuo por la normalización a escala pop de su punto de vista, ya incorporado sin problemas a la haute couture académica (y al streetwear de clase media) del último semisiglo. Un clásico que, partiendo de categorías en principio lingüísticas, despliega un potente mecanismo analítico aplicable a cualquier forma de expresión, sentando así las bases de esa semiótica general que tanta fortuna alcanzaría entre los doxósofos posmodernos.

 
Su monolítico planteamiento queda perfectamente retratado por el título: según Eco, el asunto central a la práctica artística del siglo XX sería la instauración de un nuevo paradigma conforme al cual la obra no sobreviene “cerrada” por el autor, pues éste actúa únicamente como catalizador de un fenómeno de comunicación que se efectúa mediante el concurso del espectador que la aprehende. Profuso en ejemplos, el libro identifica como estructura abierta la propia del trabajo de Joyce, Kafka, Berio o Mallarmé, creadores que implementan la ambigüedad, la pluralidad de interpretaciones posibles, la indeterminación y la entropía como elementos de composición, desarrollando piezas necesariamente dialécticas y dinámicas en las que el sentido (simultáneamente “cierre” significativo, gesto de identificación y unidad de juicio) ha de venir resuelto mediante el compromiso exigido al sujeto receptor de la obra, que ahora deviene co-productor de la misma. En tiempos como los que corren, en los que incluso el cochambroso final de “Los Serrano” se ha prestado a múltiples interpretaciones, esa “obra abierta” se ha convertido en lugar común de la cultura de masas, y el espectador medio ya no se rasga las vestiduras cuando una historia posibilita en lugar de determinar, sugiere en lugar de exhibir, pregunta en lugar de responder. Una sentencia como “todo depende del cristal con que se mire” se ha filtrado pacíficamente en el “sentido común” del ciudadano contemporáneo, y por tanto esa apertura a la libre interpretación y gusto del espectador parece hoy consustancial al hecho artístico: el mismo Eco viene a decir que todo acto o proceso comunicativo tiene algo de “Obra abierta”, fundando indirectamente el relativismo posmoderno en que se ha instalado nuestra civilización. Tan habitual y ortodoxa resultan ahora los modismos de una “obra abierta” a menudo histriónica, que su coqueta ambigüedad forma parte incluso de la estética publicitaria más rutinaria, esa que juega con el doble sentido y la indeterminación gracias a la connivencia de un consumidor que, en el fondo, se siente piropeado cada vez que un anunciante parece apelar a su inteligencia.
Pese a reconocer la solidez y audacia de la tesis semiológica de un libro didáctico y ameno como este, su construcción argumental se viene abajo al estar cimentada sobre un presupuesto implícito que lleva años en desintegración: la consideración de la experiencia artística como un constructo conceptual, es decir, condensado mediante la argamasa de la significación y el sentido. Este aspecto crucial envejece prematuramente un trabajo por lo demás irreprochable, pero que como digo yerra el disparo al dar por buena la idea (muy “de letras”, de historiador y archivista del arte) de que el compromiso del espectador con la pieza artística es el de la comprensión, es decir, producción intelectualizada de una unidad de identidad y valor, aprehendida desde la facultad del juicio, a cuyos dominios se remite radicalmente la sustancia de la “artisticidad”. El arte del que habla Eco es implícitamente (y en ausencia de una definición mejor, que ignoro si ofrece en algún otro libro) una práctica de simbolización o “cifrado” y “descifrado”, cuya dimensión simbólica obstruye completamente lo que pueda dar de sí la pura presencia. Lo que acabo de decir sonará abstracto, pero se resume en que Eco se alinea sin matices entre los que creen que la experiencia artística requiere un entendimiento, facultad capaz de dotar de sentido a un campo tan aparentemente ilógico como la producción artística: la apelación del autor hacia el receptor es la de la emoción resultante de la comprensión (remisión de la experiencia a una articulación de sentido).




Alguien dijo que el arte contemporáneo ha sido fagocitado por la crítica, es decir, que la dimensión discursiva se ha vuelto tan extenuante en la producción artística que la obra podría ser reemplazada por el argumentario que la envuelve y legitima. Esa apoteosis del arte como significación, como lenguaje secreto del que sólo unos cuantos participan (aquellos dotados de la erudición y sensibilidad necesarias para el entendimiento del Secreto cifrado en cada pieza) alcanzó tales niveles de desvergüenza en los años 80, y acorraló al High Art en un callejón sin salida tan estrecho y cerrado, que el panorama museístico institucional llegó a convertirse en una delirante exhibición de atrocidades “para entendidos” por el que el ciudadano de a pie ha perdido cualquier tipo de afectividad. Una deriva, la de la progresiva hiper-conceptualización del arte, de un ímpetu tan omnipotente que incluso las tentativas de superarla (esas recurrentes y efímeras modas de figuraciones puras, abstracciones ensimismadas o “materialistas” de toda condición) eran fagocitadas por una crítica monopolística para que la que la pieza artística es intercambiable con su evaluación representativa.
El veneno letal con el que la crítica miniaturizó el arte hasta reducirlo a retórica no fue tanto el del “concepto” como el del “sentido”, trágico efecto colateral de la obra de un Duschamp que probablemente si hubiese sabido las penosas consecuencias de su célebre urinario se hubiese abstenido de exponerlo bajo el marchamo de un museo. Una literaturización de la experiencia artística que “Obra Abierta” acepta e indirectamente promueve, pues esa apertura a la que hace alusión el título es fundamentalmente una disponibilidad a la atribución de sentido. El tipo de ejemplos a los que recurre Eco operan mediante el descubrimiento asombrado del abismo existente entre las figuras semióticas del emisor y el receptor, o la conversión en fetiche de la discontinuidad entre expresión y aprehensión: instancias reductibles al dominio de lo comunicativo, y por tanto una respuesta implícita a la pregunta qué es el arte que me dispongo a discutir desde un corolario bien claro:

No puede haber apertura real mientras siga habiendo obra.

Mi discrepancia con la doctrina de Eco (y por ende, con toda la crítica conceptualista de cualquier tipo) apunta a una delimitación radicalmente diferente del dominio específico de la experiencia artística, del modo de realización fenoménica de “la artisticidad”, que en “Obra abierta” es planteada como resultante de un ejercicio de reflexividad cuasi jeroglífica, y que otros abordamos desde analíticas menos humanísticas y más etológicas, por así decir. La divergencia fundamental entre “Obra abierta” y “La industria del placer” es paralela a la existente entre la semiótica de Eco y la de Roland Barthes, para quien la escritura es una “máquina de goce” cuya gasolina libidinal resulta mucho más afín a nuestra estética. Mi disconformidad no apunta tanto la disparidad entre el arte como ejercicio intelectivo defendido por Eco (enclaustrado en una consideración logocéntrica y apolínea de la construcción dinámica de lo real) y el hedonismo todavía psicologista de Barthes, sino al olvido de ambos de una característica que considero fundamental a la experiencia artística como es la inquisición automática a la presencia, o la violentación de la aparición como auténtica “fuente energética” del arte. Contraviniendo la célebre postura de Paul Virilio y su “Estética de la desaparición”, el tema de la presencia todavía insinúa mucha tela que cortar.



Cada cual tendrá su sacrosanta definición de qué es el arte, pero tras casi cinco siglos de historiografías y estéticas de todo tipo la cuestión parece irresoluble cuando viene considerada como pregunta autónoma: las estéticas canónicas “de letras” encuadran la práctica del arte como subsidiaria de otros dominios generales de lo humano (tales como la instauración de códigos sociales, la presentación simbólica de ideogramas, la monumentalización de fenómenos culturalmente privilegiados…) sin aclarar realmente lo específico del arte, el límite de sus competencias exclusivas, diluyendo su “función” en el marco general de las distintas civilizaciones desde las que es producido, y por tanto alienando la experiencia mediante la exigencia de un campo cultural general en el que “comprenderla”. La mayoría de los tratados que han pretendido delimitar la soberanía propia del artista hipostatizan la función comunicativa, con lo cual inscriben en el corazón de la experiencia artística la búsqueda, por parte del espectador, de una intencionalidad genética a cada pieza.
La idea de que la relación entre emisor y receptor de una información se formaliza intelectivamente (postura que, como he dicho, sostiene Eco) pierde suelo si se prescinde del axioma sobre el que se funda: el espectador, ante la obra de arte, la “recibe” espontáneamente como resultante de un gesto intencional desarrollado por el artista por algún motivo o razón. Es decir, ante un cuadro o una composición musical el receptor dirigiría su atención (según este paradigma) hacia la voluntad expresiva subsistente: la “apertura de sentido” de la obra sólo puede tener lugar actual si se da por bueno el pacto tácito conforme al cual “el artista dice algo al espectador”. Un presupuesto que considera implícitamente que la expresión, incluso si dramáticamente abismada de la aprehensión, vehicula algún contenido comunicativo intencional. Esta formulación de la experiencia artística es la que fundamenta el concepto de “Museo” propio de la modernidad: un lugar donde una serie de manufacturas son expuestas de tal modo que el espectador sabe que cada una de ellas es portadora de una esencia específicamente artística por el hecho mismo de ser expuesta. El arte así considerado, como objeto de comunicación y juicio, “nace” en el momento en que el espectador advierte que lo que le es presentado no es un objeto indiferente y meramente denotado, sino una obra connotada, mediante su exposición, por categorías de significación, expresión intencional y contenido intelectual. De este modo, la obra es recibida no como un objeto cualquiera, sino específicamente como un objeto artístico, cuya presencia misma invoca por fuerza un “aura” que determina completamente la actitud intelectiva del espectador, al predisponer un límite a sus expectativas y juicio. La obra de arte presentada como tal se efectúa mediante la instauración de un pre-juicio en el espectador, que es impelido a atenderla bajo el condicionante radical de una “artisticidad” de la que es plenamente consciente, y delimitando así el rango de posibilidades significativas que de ahí se deriven.




El propio Eco constata este hecho en sus reflexiones sobre la dialéctica entre Obra y Apertura, en las que asiente con la radical acotación de posibilidades de aprehensión que impone la “artisticidad” del objeto artístico como especificado de entre los “objetos en general”, cuya comprensión seguiría según él otros cauces. Sin embargo, coartado por su educación y actitud “de letras”, a la hora de encuadrar la valencia de esa “artisticidad” como gestualidad significadora en el marco general de las prácticas humanas, no se molesta en determinar la operatividad fisiológica o etológica de esa predisposición misteriosa del espectador que se pregunta por el “significado” de un urinario en la vitrina de un museo. Indirectamente, el rol “funcional” que Eco atribuye al hecho artístico en el conjunto de las experiencias existenciales humanas, será necesariamente la gimástica del sentido, la objetivación de los fenómenos mediante su incorporación a un campo de significación que dote de consistencia a la percepción pura. El arte, pues, sería así una mera máquina de escritura y lectura, sostenida por el pacto silencioso por el cual artista y espectador juegan a expresar y aprehender “contenidos significativos” (y más o menos afectivos: esto en realidad resultaría indiferente, anecdótico). El gesto significador que transforma el objeto neutro en Obra significante no es otro que el marco general de presentación: un museo o cualquier otro contexto en el que el objeto venga señalado e identificado como “obra de arte, proceso que transubstancia al objeto a un nivel incluso ontológico. No es casual que el concepto de “sacralidad” siga rondando y sobrevolando por la literatura artística incluso hoy en día, pues en última instancia esa es la competencia única del arte desde el paradigma humanista clásico (y contemporáneo): una idea de “lo sagrado” que, incluso en la interpretación supuestamente desmitificadora marxista, continúa alienando la experiencia artística al imponerle un paradigma de juicio ante el cual lo inmanente de la obra no es más que una ilustración, o bien significado conformado o bien forma significada.
Esta concepción del arte (según la cual “miramos” como arte aquellos objetos que nos son presentados como obras artísticas), convierte al artista fundamentalmente en un agente significador: su único rol es el de apuntar a un determinado aspecto de la realidad que, así, queda convertido en “portador de significado”. El espectador, siguiendo la decisión ya tomada por el artista, sólo puede adoptar una postura detectivesca que le lleva a, en presencia de la obra en cuestión, enjuiciarla hasta encontrar un sentido con el que cerrarla, como el jugador pasivo de un juego cuyas reglas le han sido impuestas extemporáneamente: todo el mundo sabe que los perros expuestos en los museos no muerden, por así decir. El perro-obra de arte no es más que una radiografía de la caneidad pensada. Y recupero ahora mi profundo desprecio por esta concepción “conceptualista” del arte, denunciada ya por los situacionistas y antes por los dadaístas, cuya virulencia contra las instituciones normalizadoras del arte fue enseguida instrumentalizada por esas mismas instituciones, verdadero “agujero negro” aparentemente indestructible que transforma todos los dardos que le son lanzados en armas de autoafirmación. Incluso un planteamiento aperturista y renovador como el de “obra abierta”, vuelvo a decirlo, confirma una auto referencialidad circular del arte de muy difícil superación, que ha gangrenado el mundo del High Art hasta convertirlo en la vergüenza que es hoy en día: un mundo absolutamente inerte e insustancial, víctima de una execrable deriva elitista que a ojos marxistas alcanza niveles de auténtica abominación. En última instancia, este modelo de Arte que acabo de exponer, aquel instalado en la significación, se ha impuesto como “la única posible” en occidente porque es la que más fácilmente permite el monopolio sobre su arbitraje. Pero ese tema no es el asunto de este post: lo que buscamos es, para el arte, una estrategia capaz de plantearlo desde más allá de la significación, es decir, desactivar la exigencia de una intencionalidad comunicativa para incorporarlo a una teoría general de la cognición que pueda explicar la recurrencia histórica del ejercicio del arte sin recurrir al paradigma obsoleto de “lo humano”.



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De la apertura a la Híper-apertura
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Supongo que conocen ustedes el trabajo de Konrad Lorenz, uno de los más afamados etólogos de la historia cuyas investigaciones han alcanzado gran difusión entre los pensadores más trasversales a la obsoleta dicotomía entre ciencias y letras: en sus poéticas exposiciones de las mecánicas que rigen el “Grado cero” de la relación entre el animal y el mundo, Lorenz establece algo así como el punto de partida desde el que explicar cómo percepción, cognición y acción forman una cadena universal de pertenencia al mundo que, ¡por fin! funciona con anterioridad a la instauración de cualquier código significador. En sus preciosos experimentos con abejas o patos, en los que analiza las reacciones de estos animales a diferentes estímulos cromáticos, hápticos o formales, se pone de manifiesto una dimensión fisiológica, espontánea e instintiva de la interacción semiótica con el mundo que será mucho más cercana a la zoosemiótica de Von Uexkull y la lingüística de Sebeok que al nominalismo comme il faut de, por ejemplo, Umberto Eco: será precisamente en el estudio de las reacciones perceptuales de los animales donde se encuentre una vía de escapatoria a la cárcel del lenguaje en la que los nominalistas han encerrado el hecho artístico humano hasta desactivarlo y reducirlo a retórica. Un nuevo punto de partida alternativo a la paquidérmica tradición platónica occidental, que alcanza su paroxismo logocéntrico incluso en recensiones periféricas como este “Obra abierta”.
Como siempre en estos casos, el territorio al que llegamos ha sido marcado por la huella de Deleuze: de todos es conocido el interés del francés por el trabajo de Von Uexkull, Lorenz o Von Fisch, en los que encontrará poderosos aliados para una gnoseología tan férreamente materialista como la suya. Y será su nunca bien ponderado “Lógica de la sensación” el que inicie una línea paradigmática desde el que esquivar el imperio del sentido, y será una concepción del arte como gimnasia cognitiva de la presencia. Una “presencia” inmanente que hace de la sensación algo más que el mero percepto en bruto, pero algo menos que un bloque de información representada.




¿Y por qué invocar esta urgencia de trascender la significación o información como exigencia fundante del hecho artístico? Porque hoy en día, el arte “en acto” no se efectúa ya necesariamente en el cuerpo de una “obra” ni muchísimo menos en los condominios exclusivos de un “Museo” o similar, sino que atraviesa una deriva que quizás podríamos denominar de hiper-apertura en el que creo que internet y la cultura global de las megalópolis tienen mucho que ver: un proceso conforme al cual la relación entre artista y espectador se subvierte completamente, en una desregulación absoluta de las condiciones de aparición y proliferación de la obra de arte en la que la noción de “obra” como unidad autónoma de expresión se ha venido abajo, y cuyo efecto más sobresaliente es la completa alteración de las condiciones de presentación del fenómeno artístico y su relación con la vida cotidiana, ahora mucho más cercana a la zoosemiótica que al nominalismo. La hiper-apertura de la que hablo puede explicarse por ejemplo mediante los nuevos de uso de los gestos artísticos, que dilapidan la concepción de Obra como unidad autónoma denotada en unas determinadas condiciones de aparición, individuación e interacción. Veamos:
* Aparición
Frente al consenso ideológico del siglo XX según el cual el Arte se fundaba sobre la gestión de la presentación del objeto artístico (presentación que, volviendo al ejemplo de Duschamp, es lo que permitía que un urinario invistiese su aura de “artisticidad”), hoy en día uno se puede encontrar “obras de arte” en los lugares más insospechados y predispuestas de tal modo que su “significado” ha sido suplantado por la pura iconicidad de su significante. Un ejemplo muy claro es el modo en que “El grito” de Munch prolifera en camisetas, posters, muñecos y objetos decorativos, alterando completamente la identidad de dicha imagen reduciendo su pretérita condición de “obra de arte” hasta convertirla en otra cosa. Del mismo modo, imágenes de films de Bergman pueden servir en youtube como material para un videoclip de Oval, una foto de Dianne Arbus utilizarse como avatar en Facebook, o un cuadro de Tintoretto puede servir como banner para la cabecera de un blog. Una sonata de Mozart sirve de ambientación a un restaurante marymoderno donde los postres tienen la forma de la ópera de Sidney, mientras chavales bailan a Stravinsky sampleado en un disco de hip hop. Un fenómeno según el cual antiguas obras de arte “salen a la calle” siguiendo rutas impredecibles y disponiéndose de tal manera que, como digo, su hipotético significado intelectivo es anulado por la pura iconicidad de un significante virtualizado, convertido en espectro. Este proceso es auténticamente muy complejo y su estudio daría para un libro entero, pero puede resumirse en la superación del viejo requisito de la intencionalidad artística: en un pisapapeles con forma de Menina, la “idea” o “intención” que pudiese tener Velázquez a la hora de pintar su cuadro resulta indiferente, y el espectador ya no la busca: la expectativa de un sentido ha quedado atrás. La semiosis es ahora mucho más cercana a la de las abejas de Lorenz que al intelecto logocéntrico cartesiano.

* Individuación
La Obra ya no es necesariamente unitaria, sino que muchas experiencias artísticas contemporáneas operan mediante fragmentos y combinaciones de piezas diferentes, condición que llega a afectar a la génesis misma de una “obra” que ahora es concebida como mera tesela de un mosaico de orden superior. El ejemplo más claro son las producciones de techno: cada track en principio no tiene sentido más que mediante su incorporación a la sesión de un DJ, de tal manera que en su misma génesis prescinde de cualquier pretensión de autosuficiencia o límite. El estribillo de “All you need is love” de los Beatles puede servir como jingle para un anuncio publicitario, y un fotograma de “Casablanca” ilustrar una alfombra de diseño, con lo cual de nuevo pierde toda vocación significadora y su aprehensión remite a atributos del fragmento escogido con independencia a la coherencia individuante de la Obra de partida. Los libros pueden ser citados comparativamente a libros paralelos, o leídos fragmentariamente, y ya no necesariamente “interpretados de infinitas maneras”: estalla su individuación y los fenómenos del “sampling”, el “patchwork” y el “apropiacionismo” hace de las obras de arte materia prima para expresiones de otra índole, mediante su incorporación a otras cadenas o estructuras en las que pierden su estamento aurático y significación de partida.

* Interacción
En este aspecto, es donde creo que la semiótica del arte es cada vez más zoosemiótica, y es que IMHO el espectro de situaciones en las que los gestos artísticos encuentran acomodo hoy en día son de rango ilimitado, como ilimitado es el “valor de uso” que el espectador puede obtener de ellos. El hecho de lucir una camiseta con un cuadro de Warhol subvierte de tal manera la vieja concepción “formativa” de la obra artística por ejemplo revirtiendo el compromiso de “atención” por parte del espectador: si la mirada que dirigíamos a la obra de arte (según el modelo de “Obra abierta”) era función de la artisticidad implícita, ahora nuestra cognición del hecho artístico puede realizarse de múltiples maneras, como múltiple y diverso es nuestro usufructo. La música se baila (y no se piensa), los artistas trabajan con categorías científicas (y no sólo humanísticas), las imágenes se utilizan (y ya no sólo se observan), e incluso viejas obras de arte sirven como iconos de presentación personal (por ejemplo en Facebook, la lista de “Gustos” artísticos de cada usuario es ante todo un mecanismo de identificación del yo en sociedad). “La Gioconda” ya no es un simplemente un lienzo colgado en las paredes del Louvre sino una imagen incorpórea que prolifera virtualizándose a través de sub-representaciones en todo tipo de contextos y con todo tipo de usos, haciendo de ella un icono con las que el receptor mantiene una relación de usuario, y ya no de simple espectador.
Mecachis en la mar salada, como siempre el post se ha extendido más de la cuenta así que lo cierro aquí remitiéndome a futuras disquisiciones sobre el mismo asunto. “Obra abierta” fue en su día un saludable cuestionamiento de ciertos consensos que por aquel entonces parecían naturales y hoy resultan pleistocénicos, pero en estos cincuenta años desde su publicación el papel del arte en la vida cotidiana ha ido mutando con tal radicalidad que aquella semiótica se nos ha quedado pequeña para dar cuenta de los fenómenos en curso. De la “apertura” de Eco hemos pasado a una “híper-apertura” ene-dimensional que al menos tiene la potencia de hacer del arte, de nuevo, una experiencia divertida. Los antiguos arbitrajes del gusto (mantenidos también por la aristocrática Estética de Adorno, gran culpable de muchos desmanes críticos del último siglo) se han autoinmolado víctimas de su propia narcolepsia, pero por fortuna el impulso artístico (instintivo, intuitivo, animal) continúa desbordando cualquier delimitación categórica en el que queramos comprenderlo y, así, codificarlo y normalizarlo.

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1 comentarios:

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