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Mutual Assured Destruction
Barbaros / Militantes
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Aquello que define al
bárbaro como tal es su otredad
cultural, su irreductibilidad a los parámetros que utiliza nuestra
civilización para comprender el mundo. El bárbaro
es el afuera de la cultura, pero no porque carezca de sus
propios mecanismos culturales, sino por nuestra incapacidad para
traducirlos a nuestros propios términos, y con el que por tanto no
podemos establecer una relación dialéctica. Más allá de su
diagramático barbarismo (noción que viene a ser un índice de caos,
de entropía), no conseguimos encontrar para él una identidad.
El capitalismo podía
considerar al comunismo una alternativa abyecta, totalitaria o
disfuncional, pero no bárbara,
pues competían en juegos de poder cuyas reglas compartían y que,
por tanto, posibilitaba que ambos bloques se relacionasen mediante un
reparto de identidades mutuamente aceptado. Eso no sucede con el
bárbaro, con quien es imposible
establecer la lógica oposicional (tan hegeliana) que
mantenían los bloques de la guerra fría. Una herramienta estupenda
para explicar esa condición insondable de la barbarie es el
excepcional concepto de Jacques Ranciere del “reparto de
lo sensible”: el bárbaro
no comparte con nosotros la representación de lo real. Su idioma no
es “traducible” al nuestro, pues sus palabras significan
conceptos que nosotros no comprendemos: no son seres incivilizados,
sino seres cuya civilización nos es inmanejable, incomprensible e
incontrovertible. La radical incongruencia entre su cosmogonía y la
nuestra hace de él un agente especialmente desconcertante, pues es
inmune a nuestros discursos (que no entiende). Al bárbaro
no se le puede convencer, pues no escucha.
Desde este concepto de
barbarismo que propongo, el “bárbaro”
más puro es el extraterrestre: aquel que llega de un “mundo
exterior” e interactúa con nosotros conforme a intenciones que
no podemos evaluar porque nos son completamente inaccesibles. Los
bárbaros que asolaban los
límites del imperio romano no eran “otras culturas” que
pretendiesen derrocar el poder imperial, sino a su manera aliens,
seres de otro mundo, del mundo extramuros, los habitantes de más
allá de los confines del lenguaje romano.
El capitalismo no tiene
“bárbaros” entre los
peligros que le acechan, pues se trata de un sistema que, después de
la globalización, se ha convertido en una omnipresencia sin afuera.
El reparto capitalista de lo sensible se ha universalizado de tal
modo que incluso los muyahidines calzan zapatillas Nike, los
inmigrantes nigerianos hablan francés, los operarios de corea del
norte manejan tecnología y ciencia occidentales, el real time
de las transacciones se pliega a una misma agenda planetaria. No
existen esos “nuevos bárbaros”
de los que habla Umberto Eco, pues lo que él describe no son
“aliens”; sino simplemente marginales.
Aquellos en los que deposita el desafío de acabar con el capitalismo
no son los seres que hay extramuros, sino los
habitantes de la periferia, los límites, los márgenes.
Marginales, pero embebidos en la cultura
del capitalismo: sus palabras, sus ritos, su inconsciente, sus
imágenes y su espaciotiempo son derivados de la cosmogonía del
imperio, con el que mantienen complejas relaciones de simbiosis y
parasitismo..
La élite de nuestro
imperio es consciente desde hace mucho de esta situación: en los dos
mil el gran enemigo no eran ejércitos a la vieja usanza amenazando
los límites del territorio conquistado, sino ese virus endógeno,
tras-territorial, invisible e ilocalizable que es el “terrorista”.
La tecnología bélica contemporánea no se orienta tanto a la
producción de armas para la gran batalla a cielo abierto, como a la
invención de sistemas de observación, detección y destrucción
selectiva de pequeños comandos terroristas situados en cualquier
lugar de la superficie del globo. Durante varios años los aparatos
propagandísticos del imperio intentaron convencernos de que Bin
Laden era el nuevo Stalin, el enésimo Supervillano siniestro al
estilo Marvel figurado en modo casi paródico, para tener una “figura
carismática” en la que encarnar y personalizar los supuestos
peligros de la barbarie. Al Qaeda devino así la última intentona
del sistema por mantener vivo el pensamiento oposicional dialéctico:
se quiso hacer de los terroristas árabes el “ellos” que
toda civilización necesita para afirmar un “nosotros”
enfrentado, pero no funcionó. Desconcertantemente, la decadencia del
imperio no viene propiciada ni por bárbaros
como exterioridad radical, ni por el Gran Mal dialéctico con el que
medirse en un juego común de complementariedades al estilo de la
guerra fría.
Ante la ausencia de
bárbaros, por tanto, nos quedan
los marginales como única fuerza motriz capaz de empujar los
acontecimientos en una dirección que empuje al sistema hacia el
abismo de su propio colapso. El concepto del habitante
del margen, tan de Guattari, ofrece un problema hoy muy
candente, yo diría que crucial, como es el de la mitilancia.
Uno de los dogmas
invisibles sobre los que se construye la Historia que se enseña en
las escuelas, es la consideración de que siempre hay alguna forma de
militancia detrás de los
acontecimientos sociopolíticos paradigmáticos, y más
específicamente en las revoluciones. Cada cambio de régimen se
explica mediante el concurso de algún colectivo
militante que actúa como desencadenante del
acontecimiento, y que puede ser o bien el “afuera” del
régimen, o bien su vanguardia, pero que en cualquier caso actúa
guiado por la voluntad, a expensas de un ideario que lo identifica y
sin el cual la sublevación de lo real no hubiese sido posible. El
culto historiográfico por la militancia
(que es, en última instancia, una forma de sublimación de
las ideologías como los actores fundamentales de la historia) reduce
al ciudadano neutro (el hombre unidimensional, el
hombre sin tributos, el ser apolítico) a mero objeto pasivo que
recibe la historia como una construcción que le atraviesa pero en
cuyos desarrollos no participa más que en calidad de espectador y
paciente. Un presupuesto con el que no puedo alinearme porque
considero que el protagonista absoluto del teatro histórico es la
masa silenciosa, que tras su aparentemente inocua “no
militancia” ejerce en realidad la soberanía plena desde las
sombras, e inconscientemente: el ciudadano de a pie, el mediocre,
siempre ha sido el que tiene el mango de la sartén de la historia.
La colectividad
(comunidad de comunidades), verdadero agente efectuante del devenir
de la historia, construye sus hábitos en base a un “inconsciente
colectivo” de tan honda soberanía que el ciudadano por lo
general no sabe lo que hace ni por qué lo hace, y en ese hacer
sin saber aparentemente inofensivo tiene un músculo
capaz de producir las mayores catástrofes con una fuerza que
trasciende las ideologías. El “bárbaro”
no es el afuera de la sociedad, sino que es el cuerpo social mismo
actuando espontáneamente, sin argumentos, discursos ni militancias,
siguiendo únicamente la lógica del acontecimiento cotidiano. El
único bárbaro en el que podemos
confiar para desmontar el andamiaje capitalista es el de la mayoría
silenciosa, el hombre-masa, el ser apolítico que vive embebido en el
pragmatismo de la supervivencia y cuya voluntad secreta es siempre la
que termina por realizarse, pues no hay más historia que la de
las masas., ni más designios soberanos que los suyos.
En algún post anterior
planteaba la hipótesis de que el devenir revolucionario se
desencadenaba siguiendo la dinámica de un acto de amor: Neo
se une a la revolución subsidiariamente a su interés por Trinity,
la metáfora perfecta del agenciamiento político fundamental del que
la “ideología” es un epifenómeno o propiedad emergente. La
militancia sería según este
argumento un acto pasional, amatorio, que opera conforme a los mismos
procesos de revelación, convencimiento y actuación
que animaban al amante proustiano: del mismo modo que el
enamoramiento es el sobresalto revolucionario de los propios hábitos
sentimentales, las revoluciones son la invocación amorosa del
sobresalto de la forma de vida. El militante está enamorado de una
Idea.
Como alternativa al tipo
de acontecimiento político desatado mediante militancias, en otro
post especulábamos con la posibilidad de que la civilización esté
dando inconscientemente por finiquitado al capitalismo y por
eso se dirige tan resueltamente hacia el abismo socioeconómico: sin
la fuerza aglutinante de la militancia pero con el mismo ímpetu
histórico, las consecuencias del desencanto de la “clase
media” pueden ser tan virulentas, tan antisistema, como
las del más apasionado activismo: clase media que, así, puede ser
el nuevo bárbaro llamado a dilapidar el capitalismo endógenamente.
Ambas posturas son las
dos caras de la moneda revolucionaria: el militante
que actúa conforme a determinaciones ideológicas versus el bárbaro
que actúa pulsional e inconscientemente, sin una agenda. Ambos
funcionan estupendamente como comando de demolición y su capacidad
para socavar al enemigo es la misma, pero hay una diferencia cruial
entre ellos: el militante tiene un plan,
una hoja de ruta, mientras el mero bárbaro
inconsciente no sabe a dónde se dirige (y ese es el gran drama
emocional de la clase media actual, que está colaborando por pasiva
en que todo colapse, pero no acierta a imaginar lo que pueda venir
después).
Llegamos a la conclusión
de que el único agente potencialmente revolucionario es la mayoría
silenciosa, y de que si queremos evitar los medievalismos de una
revolución bárbara necesitamos una utopía capaz de instituirse en
objeto de enamoramiento: la agenda de los activismos revolucionarios
exige “seducir” al ciudadano mediocre y atraerlo hacia la
causa. Nuestra descripción de la militancia como acto
de amor me lleva a lo que dije de Proust, y su análisis del placer
deducible a aquella máxima de Kant: “quien ama los fines ama
los medios”: El enamorado no sólo lo está de su objeto,
sino de la propia épica (revolucionaria) de su enamoramiento, una
consideración que trasladada al terreno político aporta una
consecuencia meridiana: no se puede plantear una utopía
convincente y obviar los medios para realizarla. La capacidad de
seducción de una utopía no es sólo
función de su idoneidad moral, sino más sensiblemente de la
viabilidad y atractivo de los “pasos intermedios” necesarios para
su efectuación. No se puede invocar al comunismo, por ejemplo, sin
determinar con claridad y orden cada uno de los pasos que, desde
aquí, nos podrían conducir de manera real, pacífica y apetecible a
su implantación fáctica. He conocido a muchísimos comunistas y
comunistillas a lo largo de mi vida, e independientemente de la
diversidad de conocimientos y convencimientos que tengan de sus
respectivas utopíaa ideales, ninguno ha sido capaz de aportarme una
sola idea de cómo se podría hacer una transición al comunismo en
términos de realpolitik y sin heroicidades
romántico-literarias. Es el extraño caso del comunista que asume
que nunca habrá comunismo, pero se aferra a su activismo
teatralizado como máscara desde la que presentarse en sociedad. Ese
tipo de “militantes”, demasiado enamorados
del hecho romántico de militar, en realidad no quieren que
el comunismo se haga realidad: son como los enamorados de Proust,
dicen sufrir por una situación en la que no pueden incidir, y cuya
inmisericordia viven como maldición romántica (“¡¡Odette no
me ama!!” / “¡¡Qué malo es el capitalismo!!”).
He conocido a varias personas así: gente que ha construido su
vida entera sobre la leyenda ególatra del “resistente que no
deja de amar una utopía imposible”, y desde luego que
ninguno de ellos querría que el comunismo (o, en su caso, la
independencia nacionalista, o el liberalismo, o el anarquismo…) se
hiciese realidad: no sabrían que hacer en caso de un nuevo
comunismo, no lo tienen pensado, ni se lo plantean, saben que eso no
va a pasar, pero disfrutan de manera morbosa de una extraña
ceremonia masoquista de afirmación personal a expensas de la
presentación del Yo como “héroe romántico que persigue
imposibles”. En otro momento debatiremos sobre el concepto de
utopía, al que hay que desvestir de su condición necesariamente
virtual para ver qué teclas pulsa sobre la vida real, qué cuerdas y
tensa y en qué acontecimientos podemos olfatear su rastro. Por
supuesto que hay militantes románticos mucho más venerables: son
aquellos cuya aspiración utópica no es trascendental, sino la
simple modulación de su forma de vida. Las feministas que viven como
tal, los hippies, los okupas o el racimo de lo queer componen
minorías aglutinadas por el amor a un mismo
objetivo, pero éste dista mucho de ser irrealizable: su petit a no es una idea, sino una forma de vida como racimo de hábitos elegidos voluntariamente. Es
un amor correspondido, pero no puede universalizarse tan fácilmente:
el papel de estos colectivos minoritarios ,
marginales, ,es el de actuar como el cerebro de la
historia, pero no como su músculo. Insisto en mi convencimiento de
que el músculo de la historia es la mayoría silenciosa.
Termino ya, pues dudo de
lo que pueda pasar a partir de ahora. Es evidente que el capitalismo
no puede volver a ser el mismo, pero no soy capaz de anticipar si su
sobresalto será consecuencia de una
revolución militante, o de la
pasividad bárbara de la mayoría silenciosa. Me inclino
más a pensar en la segunda opción, pues ninguno de los activismos
antisistema de hoy en día es capaz de ofrecer la utopía
imprescindible para seducir a la clase media y atraerla hacia la
militancia: de este modo es probable que el colapso del Imperio
efectivamente derive en un mundo que se asemeje al medievalismo sobre
el que especula Umberto Eco… Una falsa anarquía que quizás nos
deje en manos de señores feudales neoliberales, o tal vez permita la
invención de nuevas utopías y militancias. Según Marx las
ideologías tienen más de consecuencia que de causa, y
en ese sentido su pensamiento muestra su fundamento hegeliano: la
historia se produce a sí misma desplegando acontecimientos ante cuya
inevitabilidad el ser humano no puede más que plegarse humildemente.
Una dialéctica precaria entre la barbarie
y la militancia, pero siempre
sustentada por la mayoría silenciosa y sus caprichosos amores.
Ok, Umberto Eco patinó un poco con lo de los nuevos bárbaros. Pero si al colapso del pico del petróleo le sumas la negativa de las farmacéuticas a curar a los enfermos para mantener sus ingresos crónicos. Si a los quince cultivos mundiales sobre los que se fundamenta nuestra alimentación le sumas la ingeniería transgeni-cancerígena. Y si al calentamiento global por la emisión de co2 le sumas la cantidad de capital virtual que flota sobre el planeta de forma demencial. Pues ¿dónde hacen falta bárbaros o militantes? La catástrofe está servida... y la mayoría silenciosa ¡claro que lo sabe!
ResponderEliminarPero como dice Clément Rosset: “La celebración del gozo de vivir es una consecuencia de lo irremediable […] La conciencia de la tragedia de morir no lleva al pesimismo, sino, por el contrario, a la celebración del gozo de vivir: al hedonismo”.
Sobre la identidad, yo creo que desde el momento en que tuvimos que buscarla dentro de nosotros mismos en las claustrofóbicas ciudades industriales, sólo ha podido ser singular. Ese fue el nuevo sentido del arte y de la pulsión expresiva que explotó en el siglo XIX... y que tan bien han sabido explotar las corporaciones de forma masiva, dando identidades singulares a la mayoría silenciosa. Porque las singularidades no se asocian, se oponen unas a otras con sus subjetividades particulares. Ahora bastante tenemos con ser militantes de nosotros mismos, ya que ni siquiera es posible sostener esa idea mucho tiempo -la idea del “yo”, claro-. Así que yo creo que a lo más que podemos aspirar es a enamorarnos de nosotros mismos... cuando nos encontramos, claro.
Lo que no sé ahora es a qué nuevo clavo ardiente nos agarraremos para no “caernos” en tan emocionante pero precaria identidad. Porque internet para lo identidario ha resultado ser un auténtico “bluff”, ya que para creer en algo o en alguien hace falta mucho “ego”.
Lo de la barbarie -dicho con palabras menos poéticas que las tuyas-, para mí es un eufemismo interesado que oculta sus causas y justifica la injusticia -o dicho de otra manera: el desequilibrio-. Pero eso si creo que lo “arreglará” internet, supongo:
http://pijamasurf.com/2012/10/mono-rechaza-pago-inequitativo-y-se-va-a-huelga-video/
PD: por cierto, el capitalismo ya no debería de llamarse capitalismo ni semiocapitalismo, puesto que ya no tiene nada que ver con la producción de mercancías ni de signos, ya que ahora, según dicen, genera valor en el vacío; así que si encuentras una palabra más actualizada, compártela porfa, aunque sea en inglés, que yo estoy muy “out” en el mundo “burbujil” :-)
me he acordado de esto leyendo el post:
ResponderEliminar- sobre la incomprensión de la barbarie como decisión consciente:
“El terrorista perfecto es una especie de dadaísta que no golpea a este o aquel determinado fragmento de significado, sino al significado como tal. En su opinión, es la falta de sentido lo que la sociedad no puede digerir; los acontecimientos que de una extravagante forma, carecen hasta tal punto de motivo que eliminan el significado arruinando el discurso.”
EAGLETON, Terry. Después de la teoría. Debate, Barcelona, 2005, p.222.(http://es.scribd.com/doc/94496731/on-Despues-de-La-Teoria)
- sobre la utopía como presencia entre nosotros (la masa silenciosa):
"Una posición fija en el espacio está «ahí», y «ahí» es la única respuesta a la pregunta espacial «¿dónde?». La utopía, de hecho, y etimológicamente, no es un lugar. Y cuando la sociedad que aspira a trascender está en todas partes, sólo puede caber en lo que queda, el invisible punto no-espacial en el centro del espacio. La pregunta: «¿Dónde está la utopía?» equivale a la pregunta: «¿Dónde está el en ninguna parte?», y la única respuesta a esa pregunta es «aquí»."
Northrop Frye: Diversidad de utopías literarias, en: Manuel, Frank E. (ed.): Utopías y pensamiento utópico, Espasa-Calpe, Madrid, 1982.
... pero lo que me parece más operativo ahora mismo va en la línea del "las ideologías tienen más de consecuencia que de causa"... en cómo los discursos son radicalmente cómplices o productores de la realidad aún pareciendo "sólo" analíticos... muy ligado además al tema de Manuel De Landa y su Historia No-Lineal... brutal todo señores, sigan a ello! abrazo!