martes, 4 de diciembre de 2012

) ) ) eco ( ( ( sistema ) ) ) #3: La próxima mente

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Mi padre, médico, uno de los fundadores de la clínica Ruber, decía que no había enfermedades sino enfermos y que lo que curaba era el amor. El otro día me di cuenta de que, a mi doctora, de cuarenta y pocos, yo le importaba un bledo. Lo más importante eran los datos que estaba obligada a teclear en la pantallita. Me pidió disculpas y reveló que se sentía presionada por "los objetivos". La relación médico-enfermo ha muerto. Ahora es médico-ordenador-enfermo.



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PP.CC, aquí



1. 
El ecologismo reaccionario

¡Cuánta nostalgia en este comentario de PPCC! Nostalgia por un estado de la humanidad en la que los cuerpos (en cuanto portavoces de la sabiduría de la Naturaleza) se mantenían a salvo de las impertinencias de la máquina, y las relaciones interpersonales se efectuaban de tú a tú, cuerpo a cuerpo, sin el arbitraje de la tecnología como mediación afectiva. Añoranza por la autenticidad del mundo biológico y su misteriosa resolución de los acontecimientos, como si la materia estuviese realmente investida de esa espiritualidad que Zizèk achaca incluso a los materialismos más fríos. Melancolía por un mundo inmediato hecho de cuerpos encarnados, sólo conmovidos por esa terapia universal que es “el amor” embebido en la sustancia orgánica, elegante y discretamente intuitiva. La eficacia de lo biológico para resolver problemas es considerada aquí suprema e inalcanzable, frente a la impotencia de la cultura cuando excede sus competencias legítimas, enturbiando histéricamente los designios naturales y condenándonos así a la aberración.

La cita es explícita del consenso entre los ecologistas conservadores en considerar a la sustancia orgánica inmediata como la depositaria última de una “sabiduría” a la que la cultura no puede aspirar. Un principio romántico y nostálgico que preconiza inconscientemente una divinidad creativa (y creadora) propia al reino natural, y más específicamente al dominio de la vida, sublimándola como anima mundi y por tanto convirtiéndola en el sujeto político fundamental: lo político considerado como función no ya sólo orgánica, sino más concretamente biológica. El dogma que sitúa a la “sabia naturaleza” como moral y tecnológicamente superior a la cultura es el principio sobre el que se construye lo que llamaré “ecologismo reaccionario” y que constituye el gran punto flaco de la cosmogonía filo-hippy y sus múltiples variables (cuyo fundamento, como veremos, no puede no ser conservador).

Pese a ser considerado vox populi un pensamiento “utópico”, “soñador” e incluso “entrañable”, el ecologismo en política esconde unas uñas más afiladas de la que muchos le suponen, pues la cadena de razonamientos que subyace a su argumentario funciona como una apisonadora cuando se la estira hasta terrenos inesperados. Personalmente encuentro especialmente comprometida la antropología latente en la mística del hippismo, pues el trenzado entre cuerpo biológico y conciencia suele ser presentado de modo muy chapucero, con sus odas a la “madre tierra” como arcadia amorosa de la flora y la fauna, pero al mismo tiempo especulando con formas de “espiritualidad” pastoral en general muy pobretonas. Evidentemente el cristianismo está en las antípodas de la mística ecologista (pues según la Biblia el mundo es destierro, “valle de lágrimas”, condena), y en principio los recursos más sencillos que el ecologismo tiene a mano para proveerse de una metafísica podrían ser los diversos orientalismos, el panteísmo o el sistema de Spinoza.

Como ya hemos observado en otras ocasiones, hay un problema en el ecologismo reaccionario que desactiva la coherencia de sus planteamientos: su imposibilidad para determinar la frontera entre natura y nurtura, que las más de las veces se establece de manera simplista mediante el parámetro de lo biológico. Y precisamente ahí radica el peligroso potencial conservadurista de la “revolución verde” y su aparente inocuidad, pues su dogma utiliza procesos lógicos que, cuando desbordan sus competencias iniciales, infieren el campo de lo biopolítico. La soberanía de las “funciones vitales” va implícita en el discurso ecologista, cuya valoración de lo biológico en términos terapéuticos y de salubridad sirve de suelo a una moral cuyo epicentro es entonces el límite a partir del cual lo biológico deja de serlo. En sus versiones más holísticas, el cuerpo viene a ser interpretado como algo parecido a un “espíritu de lo biológico”; conforme a un materialismo místico que sacraliza a la materia orgánica mediante la inoculación de todo tipo de fantasmagorías éticas y existenciales. Es más: conviene ser exquisitamente puntilloso en la atención al modo en que los ecologistas confunden “lo biológico” y “lo natural”, una indiferencia tan engañosa como tramposa y que en última instancia mantiene las categorías (y los códigos significantes) del positivismo cientificista más ramplón. La especificidad esencial de lo biológico dentro del conjunto de lo natural es ya de por sí inaceptable, pero mucho más aún las supuesta diferencia entre lo natural y lo artificial.

Y si desactivamos la distancia entre lo natural y lo artificial, no hay pensamiento ecológico posible: la sostenibilidad pasa a ser la mera gestión técnica del habitat (energía y residuos, fundamentalmente) sin más fundamento moral que posibilitar que los ciclos vitales previstos por la ciencia puedan seguir siendo como son. El pensamiento ecológico, por tanto, queda atrapado en un callejón cuyas únicas salidas son por un lado la mistificación esotérica de lo orgánico como orden sagrado, y por el otro su conversión en una mera disciplina tecnocrática cuyo único fin sea garantizar un mundo limpio.


2. 
Biopunk, ciberpunk

A caballo entre los 80 y los 90, y como continuación lógica de la cosmogonía ciberpunk, se produjo una efímera invasión de películas y comics que figuraban una nueva estética del cuerpo que se dio en llamar “la nueva carne”: narraciones en torno a las situaciones emocionales aberrantes que resultaban de la mediación tecnológica del cuerpo, fuese a través de la ingeniería genética (caso de La mosca, Gattaca o Akira) o directamente mediante bioimplantes al modo ciborg (como en Robocop, Videodrome o Tetsuo).Por lo general tenebrosas y distópicas, aquellas historias especulaban con las posibles catástrofes resultantes de alterar la autodeterminación biológica del cuerpo, en una reinvención de los mitos del Golem y Frankenstein para una época en la que la proliferación de la tecnología informática en la vida cotidiana empezaba a resultar desconcertante, y la relación entre materia orgánica y gadget de silicio invadía dominios cotidianos de modo impensable sólo unos años antes. Ahora que nuestros cuerpos parecen plegarse acríticamente al imperio de la máquina-interface, el ciberpunk (o biopunk) funciona como Némesis distópica para la utopía verde: el ciber-caos de los cuerpos mutantes como herejía contra el mundo pastoral gobernado por el orden de la Sabia Naturaleza. Como especulación anticipativa, aquella Nueva Carne (hija bastarda de Asimov y Herbert, pero también de Ballard y Burroughs) puede tomarse como la poetización oscurantista del pánico colectivo inconsciente ante las intromisiones de la máquina en la armónica estructura de la carne, y más dramáticamente, ante el pecado capital en el que incurre el cientificismo cuando se atreve a modificar el orden “natural” como si fuese un Dios: el subtexto moral, la amenaza fantasma que recorría aquellas historias en forma de latencia, era entonces filo-ecologista.

Esta concupiscencia entre sustancia orgánica y máquina de acero, las aporías genéticas que resultan de los juegos demiúrgicos de la cultura, dará lugar en el imaginario colectivo a diferentes formas de “venganza de la naturaleza”, apocalipsis purificador que azota al ser humano sea en forma de plaga bíblica (la gripe aviar, “Estallido”, “28 días después”, “El incidente”) o como irresoluble colapso geológico (“El núcleo”, “2012”), pero que en todo caso funciona como metáfora atroz de los peligros de nuestro intervencionismo sobre el cosmos-reloj y su irrecusable Ley Natural. Y es que si hay un argumento que juega a favor de la ascensión del ecologismo como nuevo reformismo sociopolítico es su gestión del miedo global al fin del mundo, que de nuevo presenta numerosas trampas por su concepto de la “contaminación”, mucho más retorcido de lo que parece. Lo contaminante es aquello que compromete la integridad de un medio mediante un gesto que mancille el status quo dado, aunque el uso que se hace en ecología de dicho término lo especifica como “aquello que contraviene el desarrollo de la Vida”, o lo que es lo mismo: cualquier agente que desequilibre los ciclos biológicos en un espaciotiempo concreto. La contaminación es el excremento de la cultura, las deposiciones tecnológicas del hombre, y si queremos pensar su gestión sin reducirla a una mera cuestión técnica debemos por fuerza reconsiderar el papel de la acción humana en el conjunto de la naturaleza / realidad. La contaminación genera sus propios parasitismos, y lo más interesante del diseño contemporáneo parte de la investigación de los modos en que esos “excrementos” pueden ser reincorporados al ciclo de la existencia (algo que, por otra parte, los chatarreros llevan décadas haciendo). En arquitectura ya se habla de un “modernismo eclipsado por la sostenibilidad”, a resultas de la presente e imparable “revolución verde” propiciada por la urgencia de los nuevos desafíos del urbanismo: la disminución tanto del consumo de energía como de los residuos, como medidas orientadas a mejorar las condiciones de salubridad de nuestro parque habitacional. Este nuevo paradigma en arquitectura nace así de una necesidad en principio de intendencia, pero cuyas consecuencias inciden directamente sobre nuestras formas de vida y por tanto en nuestra dimensión política. Conforme al dogma del ecologismo reaccionario del que hablábamos antes, el fundamento de lo humano sería la esencia biológica de su ser (el grado cero de su infraestructura material) a cuyo inexcusable imperio deben plegarse tanto las estructuras como las superestructuras sociales. La “hoja de ruta” de la sostenibilidad pasa entonces por la promoción de una nueva cultura (lo que Guattari esbozaba como ecosofía), lo cual excede en mucho la mera gestión técnica de la “contaminación” (la base argumentativa de su discurso) y se inscribe directamente en el terreno de lo ideológico, lo legislativo y lo metafísico. El reformismo ecológico no se detiene en la mera investigación de las disposiciones técnicas que puedan matizar el capitalismo para hacerlo más eco-empático, sino que requiere indirectamente un “movimiento del ser” en el que lo humano se diluya no ya en lo natural ni lo orgánico, sino en lo biológico. Y este paso nos lleva a un nuevo problema paradigmático: la localización del hombre como “ser pensante” o bien en el dominio de la fauna o en el de la flora. La elección del animal humano o el vegetal humano vendrá, casi siempre, decidida en función del acontecimiento: el hombre es un animal porque, como todo el reino zoológico, actúa, desencadena acontecimientos (como oposición al estatismo inerte e indolente de las plantas). En la tradición occidental, pensamiento y acontecimiento son las dos caras de una misma moneda ontológica.


3. 
La próxima mente

La ciencia da por hecho que, dentro del conjunto de la naturaleza, la conciencia (el pensamiento) es un atributo que llega al hombre por su pertenencia al reino animal, mientras que tanto vegetales como microorganismos carecerían de la capacidad de producir ideas. Ese supuesto monopolio zoológico del pensamiento es lo que ha hecho que desde tiempos inmemoriales se haya identificado lo humano en función de su filiación animal: así, se ha definido al hombre como “el animal racional”, “el animal simbólico”; “el animal político” o “el animal que come pan”.
Esta tradición olvida que, según la historia de la biología, tanto animales como vegetales derivan de un árbol genealógico que les hace converger en una misma cepa originaria que sería la “vida en general”, y de la que por evolución continua habrían ido diferenciándose sus diferentes especies: la teoría de Gaia (que no es más que una interpretación zafia y simplona del spinozismo) propone que desde los helechos a los elefantes, de los leucocitos a las manadas de antílopes, lo vivo forma un conjunto de interdependencias derivadas de un mismo “todo”, quizás dotado de una misteriosa voluntad propia (algo así como una invisible conciencia universal), pero del que sólo los entes zoomórficos están dotados de capacidades cognitivas e intelectuales. En realidad, la consideración de que la conciencia es patrimonio exclusivo de los animales, ¿de dónde la tomamos?, ¿cómo podemos saber que un gato tiene pensamientos y una lechuga no los tiene? Independientemente de la constatación del papel del “cerebro” , la respuesta más habitual a esta pregunta apela a la capacidad de decidir: sólo hay conciencia en aquellos entes capaces de llevar a cabo elecciones autónomamente, es decir, de interactuar con el medio conforme a decisiones tomadas con algún grado de iniciativa propia. Siendo más precisos, lo que caracteriza a “la conciencia” es la gestión del desplazamiento en el espacio, pues los seres vivos “piensan” única y exclusivamente para resolver los diferentes encuentros que se dan en la búsqueda proactiva de alimento: los animales carentes de aparato motor (tipo moluscos) no presentan ningún tipo de cognición o reflexión intelectiva, pues su supervivencia no lo requiere. El caso de las plantas conviene ser matizado.
Pongo un ejemplo: una planta carnívora “se mueve” (pues sus “mandíbulas” son retráctiles) e interactúa intencionalmente con el ambiente (sus movimientos son función de lo que acontece a su alrededor), y sin embargo no le presuponemos consciencia. Ello se debe a que su capacidad de actuar está determinada por automatismos bioquímicos en los que los estímulos exteriores (por ejemplo, la presencia de una mosca susceptible de ser devorada) desatan procesos mecánicos que no es necesario pensar, sino que ocurren espontáneamente, como un mecanismo robótico que se activa automáticamente en presencia de ciertos estímulos exteriores. Lo mismo puede decirse de los girasoles o las esporas: tienen cierta capacidad de movimiento, pero no de decisión, pues se autorregulan mediante dinamismos estrictamente biofísicos y bioquímicos que hacen innecesario el concurso de una conciencia. El animal, en cambio, es aquella unidad biológica que ha de resolver por sí mismo cómo, dónde, cuándo y de qué se alimenta, y gestionar intelectualmente las acciones que ha de llevar a cabo para tal fin. A diferencia de la flora, la fauna es el dominio del padecimiento, es decir, del sentimiento (la presencia del deseo en el pensamiento). La cognición animal, como capacidad intelectiva, requeriría según este modelo de un mínimo de reflexividad (la observación de diversas alternativas y la elección de la más conveniente para un “yo” pre-constituido)
Esta distribución de la conciencia es sin embargo tan caprichosa y cuestionable como cualquier otra, especialmente si aplicamos rigurosamente el tipo de monismo y univocidad que proponía el sistema metafísico de Spinoza: conforme a su cosmogonía el deseo sería una energía común al conjunto de lo real, no sólo a los animales en cuanto seres activos, sino también a objetos aparentemente “pasivos” como la luz, las piedras, las nubes o los tocadiscos. Para el spinozismo, no hay una actividad específicamente humana ni específicamente biológica, pues el dinamismo del mundo es una especie de energía universal que recorre indiferentemente lo orgánico y lo mineral, la materia y la energía, el tiempo y el espacio. Según esa idea, la conciencia local no sería más que un enmascaramiento de la radical determinación con la que “el conjunto de la realidad” (lo que en caso de Spinoza equivale a Dios) dispone los movimientos de sus partes, entidades que creen decidir libremente sus acciones pero que en realidad sólo pueden llevar a cabo aquello que lo real espera de ellos. El conatus que lleva a un artista a insistir en su forma de vida, es el mismo que hace que un árbol intente crecer lo máximo posible, o una piedra se perpetúe como piedra: no es cada ente el que decide autónomamente sus elecciones, pues éstas son función de la “mano invisible” del conjunto de la realidad (llámese gaia, Dios, dao o como ustedes prefieran). La aterradora conclusión de este (supuestamente inocuo) panteísmo monista es que no hay volición, pues todos los actos son actos reflejos. Automatismos deducibles geométricamente de las leyes universales.
En ese sentido, las charlas de Delanda sobre Deleuze son especialmente felices en su descripción de un mundo en el que los movimientos de las placas tectónicas, los viajes de la luz cuando cruza el universo o el desarrollo de un cristal a partir de un mínimo de orden inicial, responden a una misma “fuerza universal” en el que la “conciencia” no sería más que un campo epifenoménico del que participamos en calidad de productores y consumidores de signos. La biosemiótica no tiene nada que ver con el lenguaje representativo tal y como lo viene considerando el humanismo clásico, sino más bien con una ideación del “signo” como información que no necesita ser pensada para efectuarse. EL ADN por ejemplo es un complejo de información que opera sin necesidad de ser pensada, su actualización no tiene lugar en la conciencia sino en la propia sustancia, conforme a una lógica de lo informático que amenaza peligrosamente la irrefutabilidad y excepcionalidad ontológicas que de siempre hemos atribuido a la conciencia. Según esta aproximación al rol de la mente, lo específico de ella no es la gestión del acontecimiento (pues, según vemos, muchos seres inertes se mueven, cambian, devienen sin necesitar conciencia) sino dar testimonio del ser: los flujos de información, de acuerdo con la biosemiótica, son asimismo actos reflejos. “Lo real” en conjunto está vivo, y el pensamiento no es llevado a cabo por nosotros sino en nosotros, que pasamos a ser entificaciones locales de una sustancia universal cuya irrecusable cadena causal maniata tanto nuestros actos como nuestros pensamientos. La distancia ontológica entre una hortaliza, un mamífero y una computadora queda así abolida, pues cada una de ellas es la formalización local de una misma realidad general. Lo cual tiene una importante consecuencia sobre el pensamiento ecologista: la tecnología pasa a ser considerada un fenómeno natural (en cuanto es producida a través del hombre, que a su vez es producido por de la naturaleza) y por tanto el objeto de la ecología deja de quedar circunscrito a lo biológico.


4. 
Si nada es artificial, ¿qué es la Inteligencia Artificial?

La deficiente lógica naturalista del ecologismo habitual me lleva a la conclusión inesperada de que la conciencia no puede ser atribuida únicamente (y tan a la ligera) al ser humano, ni al animal, si siquiera a lo biológico. El pensamiento pertenece al conjunto de la naturaleza, pues toda ella ha convenido en producirlo como dominio. Pensar no es decidir, sino testimoniar. El deseo no es más que un espejismo, el señuelo que permite que el pensamiento se escuche a sí mismo al pensar… Pronto las máquinas de silicio tendrán conciencia, y ese será un momento especialmente comprometedor para la ética ecologista: será la constatación definitiva de que la presuposición verde de la superioridad de lo biológico es una quimera, y que el hombre no es el último eslabón en la cadena evolutiva de lo real.
La nueva carne y sus dilemas morales no son más que la antesala al desafío existencial por excelencia para el ecologismo, como será la esperada consecución de la inteligencia artificial… El hombre descubre súbitamente que también es un Dios: creador no ya sólo de utensilios tecnológicos, sino de vida, y de seres pensantes. Pero se trata de un tipo muy particular de Dios: aquel que es creador, pero también es creado. Quizás la divinidad consista en un devenir que dioses sucesivos que van siendo producidos por dioses anteriores, para ser luego ellos mismos los productores de nuevos dioses… en una cadena causal de la que el Gran Dios definitivo no sea el punto de partida, sino el de llegada… Supongo que este desarrollo tan hegeliano del tiempo será el tipo de asuntos que Meillassoux dice estar trabajando en su esperadísimo libro sobre el “Dios virtual”, así que dejamos el tema hasta que haya nuevas noticias.
En cualquier caso, la Inteligencia Artificial (en caso de que llegue a darse) colapsaría el principio de “primacía de lo biológico” que sirve de suelo al ecologismo reaccionario, y supondría un serio revés para el concepto occidental del “ser” y su interdependencia con la volición y el testimonio… La violencia conceptual de una hipotética “máquina pensante” es de doble impacto: compromete no sólo la supremacía epistemológica de lo biológico, si no también (de manera incluso más desconcertante) la ubicación del ser humano en la cumbre de la ontología. Dejo aquí el post porque creo haber llegado a un punto suficientemente interesante como para pensarlo desde una hoja completamente en blanco. Estos pensamientos viajarán de mi pantalla a la vuestra sin el aporte “humano” del cuerpo a cuerpo del que hablaba PPCC en la cita que abre el post: mis ideas pasan de mi mente a mis dedos y de éstos al teclado, desde ahí a un satélite que los transportará a vuestra tarjeta gráfica y de ahí a vuestros sentidos… Feliz dialéctica hombre-máquina-máquina-hombre en la que lo orgánico no es más que un momento en el tránsito de información, en un proceso negligente con la ética del ecologismo reaccionario cuyas implicaciones metafísicas están todavía por aclarar: la partitura de lo real ya no es la de un ballet biológico, sino un tránsito insustancial de datos que se teletransportan reduciendo a los cuerpos a meras bases de datos. Hecha de neuronas, electricidad y hormonas, nuestra inteligencia también es una inteligencia artificial…
Dejo el post con estas charlas de Alan Watts y su interesantísima aproximación a estos asuntos desde el zen, en los que llega a conclusiones que no por ambiguas dejan de resultar aterradoras. Seguiremos especulando.





3 comentarios:

  1. El artículo es interesante aun cuando le veo algunos problemas de base, pero éste es uno de esos casos donde prefiero preguntar que criticar (porque partimos de dos tradiciones diferentes, me temo). Y ahí va el asunto:

    ¿Qué diferencia hay entre mi relación con éste artículo si hubiera sido escrito para una revista (lo escribes, lo envías a tu editor, lo envía a imprenta, hacen la revista, el cartero la trae hasta a mi casa, la leo) y no para un blog (lo escribes, lo envías al editor de textos, lo publica, se hace parte del blog, los feeds lo traen hasta mi ordenador a través de tubos, la leo) en un plano ontológico? En el óntico es obvio, pero en el ontológico se me escapa completamente.

    Un saludo, Cesar, sigue así :)

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  2. Holaz!!! el texto es una suma de ideas que se me fueron viniendo a la mente mientras escribía, pues mi intención inicial era hablar de qué pasa si sustituimos el paradigma "animal humano" por algo tipo "vegetal humano", pues el tema del estatismo, la pasividad, la inacción y la indiferencia ante el acontecimiento cada vez me parece más interesante... No tengo nada claro, lo único seguro es que aunque me sienta en principio ecologista, el culto a lo biológico me parece una idea muy pobre.
    Respecto a tu pregunta, no creo que haya diferencia ontológica pues por ahora aquí no hay una inteligencia artificial... bueno, sí: nuestras inteligencias. Por ahora lo más parecido supongo que son las autocorrecciones y demás, los actos que lleva a cabo el ordenador por iniciativa propia (como distribuir el texto en la pantalla). Es cierto que ha sido programado para ello, pero también nosotros estamos programados para actuar como actuamos. Ya sabes que tus críticas son más que bienvenidas!!! por cierto estoy investigando las relaciones entre heidegger y la escuela de kioto, quie supongo que como el existencialista que eres lo tendrás más que dominado. Un abrazo!

    - observer

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  3. Mis críticas vienen por lo que tengo de seguidor de la filosofía de la existencia, que no de existencialista, y por ello le veo poco sentido recriminarte que tu noción de existencia es, esencialmente, óntica. El problema que tienes se resuelve desde el mismo instante que aun cuando creemos inteligencia, no estaremos creando existencia: el ser humano no es un "ser racional", es un ser cuya existencia se da en su esencia y, a partir de su existencia, deviene racional —entre otras muchas cosas, claro—; podemos crear racionalidades, pero no crear existencias (pues desde su propia racionalidad llegarán, que no se darán, la existencia, como mucho). Por eso si utilizas el cógito cartesiano llegas hasta ciertos callejones sin salida —las IA, sí, pero también el conocimiento reflexivo compartido: ¿cómo puede ser que compartamos experiencias si la experiencia es algo inscrito en la subjetividad del pensamiento?— que nos llevan hasta Hume y, revolucionando todo y destruyendo el cógito por el camino, Wittgenstein y Heidegger. Deberías leer a esta pareja, seguro que te daría pistas, aunque entrar a ellos sin una buena introducción es lo más parecido a penetrar en el infierno del concepto.

    Por lo demás, el tema de la ecología también me interesa muchísimo y estaría bien que lo desarrollaras más, si es posible, porque estaría muy bien poder "comparar apuntes" a ese respecto. Especialmente siendo que los dos partimos más o menos de Guattari para ello.

    Y sobre la relación Heidegger/Kyoto conozco bastante y me interesa muchísimo, pero aun no me considero preparado para abordarla en profundidad. La he tanteado, he leído unos cuantos textos, e incluso tengo un trabajo para clase sobre el tema, pero lo considero muy complejo y delicado por el momento, pero extremadamente interesante. Tengo la certeza, y si te interesa es que no voy desencaminado, de que ahí hay una puerta de entrada a nuevos caminos para la filosofía.

    ¡Un abrazo!

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