"
Mi padre,
médico, uno de los fundadores de la clínica Ruber, decía que no
había enfermedades sino enfermos y que lo que curaba era el amor. El
otro día me di cuenta de que, a mi doctora, de cuarenta y pocos, yo
le importaba un bledo. Lo más importante eran los datos que estaba
obligada a teclear en la pantallita. Me pidió disculpas y reveló
que se sentía presionada por "los objetivos". La
relación médico-enfermo ha muerto. Ahora es
médico-ordenador-enfermo.
"
PP.CC, aquí
1.
El ecologismo
reaccionario
¡Cuánta nostalgia en
este comentario de PPCC! Nostalgia por un estado de la humanidad en
la que los cuerpos (en cuanto portavoces de la sabiduría de la
Naturaleza) se mantenían a salvo de las impertinencias de la
máquina, y las relaciones interpersonales se efectuaban de tú a
tú, cuerpo a cuerpo, sin el arbitraje de la
tecnología como mediación afectiva. Añoranza por la autenticidad
del mundo biológico y su misteriosa resolución de los
acontecimientos, como si la materia estuviese realmente investida de
esa espiritualidad que Zizèk achaca incluso a los materialismos más
fríos. Melancolía por un mundo inmediato hecho de cuerpos
encarnados, sólo conmovidos por esa terapia universal que es “el
amor” embebido en la sustancia orgánica, elegante y
discretamente intuitiva. La eficacia de lo biológico para resolver
problemas es considerada aquí suprema e inalcanzable, frente a la
impotencia de la cultura cuando excede sus competencias legítimas,
enturbiando histéricamente los designios naturales y condenándonos
así a la aberración.
La cita es explícita del
consenso entre los ecologistas conservadores en considerar a la
sustancia orgánica inmediata como la depositaria última de una
“sabiduría” a la que la cultura no puede
aspirar. Un principio romántico y nostálgico que preconiza
inconscientemente una divinidad creativa (y creadora) propia al reino
natural, y más específicamente al dominio de la vida, sublimándola
como anima mundi y por tanto convirtiéndola en el sujeto
político fundamental: lo político considerado como función no ya
sólo orgánica, sino más concretamente biológica. El dogma que
sitúa a la “sabia naturaleza” como moral y tecnológicamente
superior a la cultura es el principio sobre el que se construye lo
que llamaré “ecologismo reaccionario”
y que constituye el gran punto flaco de la cosmogonía filo-hippy y
sus múltiples variables (cuyo fundamento, como veremos, no puede no
ser conservador).
Pese a ser considerado
vox populi un pensamiento “utópico”, “soñador”
e incluso “entrañable”, el ecologismo en política
esconde unas uñas más afiladas de la que muchos le suponen, pues la
cadena de razonamientos que subyace a su argumentario funciona como
una apisonadora cuando se la estira hasta terrenos inesperados.
Personalmente encuentro especialmente comprometida la antropología
latente en la mística del hippismo, pues el trenzado entre cuerpo
biológico y conciencia suele
ser presentado de modo muy chapucero, con sus odas a la “madre
tierra” como arcadia amorosa de la flora y la fauna, pero al
mismo tiempo especulando con formas de “espiritualidad”
pastoral en general muy pobretonas. Evidentemente el cristianismo
está en las antípodas de la mística ecologista (pues según la
Biblia el mundo es destierro, “valle de lágrimas”,
condena), y en principio los recursos más sencillos que el
ecologismo tiene a mano para proveerse de una metafísica podrían
ser los diversos orientalismos, el panteísmo o el sistema de
Spinoza.
Como ya hemos observado
en otras ocasiones, hay un problema en el ecologismo reaccionario que
desactiva la coherencia de sus planteamientos: su imposibilidad
para determinar la frontera entre natura y
nurtura, que las más de las veces se establece de
manera simplista mediante el parámetro de lo biológico. Y
precisamente ahí radica el peligroso potencial conservadurista de
la “revolución verde”
y su aparente inocuidad, pues su dogma utiliza procesos lógicos que,
cuando desbordan sus competencias iniciales, infieren el campo de lo
biopolítico. La soberanía de las “funciones vitales” va
implícita en el discurso ecologista, cuya valoración de lo
biológico en términos terapéuticos y de salubridad sirve de suelo
a una moral cuyo epicentro es entonces el límite a partir
del cual lo biológico deja de serlo. En sus
versiones más holísticas, el cuerpo viene a ser interpretado como
algo parecido a un “espíritu de lo biológico”; conforme a un
materialismo místico que sacraliza a la materia orgánica mediante
la inoculación de todo tipo de fantasmagorías éticas y
existenciales. Es más: conviene ser exquisitamente puntilloso en la
atención al modo en que los ecologistas confunden “lo
biológico” y “lo natural”, una indiferencia tan
engañosa como tramposa y que en última instancia mantiene las
categorías (y los códigos significantes) del positivismo
cientificista más ramplón. La especificidad esencial de lo
biológico dentro del conjunto de lo natural es ya de por
sí inaceptable, pero mucho más aún las supuesta diferencia entre
lo natural y lo artificial.
Y si desactivamos la
distancia entre lo natural y lo artificial, no hay pensamiento
ecológico posible: la sostenibilidad pasa a ser la mera gestión
técnica del habitat (energía y residuos, fundamentalmente) sin
más fundamento moral que posibilitar que los ciclos vitales
previstos por la ciencia puedan seguir siendo como son. El
pensamiento ecológico, por tanto, queda atrapado en un callejón
cuyas únicas salidas son por un lado la mistificación esotérica de
lo orgánico como orden sagrado, y por el otro su conversión en una
mera disciplina tecnocrática cuyo único fin sea garantizar un
mundo limpio.
2.
Biopunk, ciberpunk
A caballo entre los 80 y
los 90, y como continuación lógica de la cosmogonía ciberpunk, se
produjo una efímera invasión de películas y comics que figuraban
una nueva estética del cuerpo que se dio en llamar “la
nueva carne”: narraciones en torno a las situaciones
emocionales aberrantes que resultaban de la mediación tecnológica
del cuerpo, fuese a través de la ingeniería genética (caso de La
mosca, Gattaca o Akira) o directamente mediante
bioimplantes al modo ciborg (como en Robocop, Videodrome
o Tetsuo).Por lo general tenebrosas y distópicas, aquellas
historias especulaban con las posibles catástrofes resultantes de
alterar la autodeterminación biológica del cuerpo, en una
reinvención de los mitos del Golem y Frankenstein para una época en
la que la proliferación de la tecnología informática en la vida
cotidiana empezaba a resultar desconcertante, y la relación entre
materia orgánica y gadget de silicio invadía dominios cotidianos de
modo impensable sólo unos años antes. Ahora que nuestros cuerpos
parecen plegarse acríticamente al imperio de la máquina-interface,
el ciberpunk (o biopunk) funciona como Némesis distópica
para la utopía verde: el ciber-caos de los cuerpos mutantes como
herejía contra el mundo pastoral gobernado por el orden de la Sabia
Naturaleza. Como especulación anticipativa, aquella Nueva Carne
(hija bastarda de Asimov y Herbert, pero también de Ballard y
Burroughs) puede tomarse como la poetización oscurantista del
pánico colectivo inconsciente ante las intromisiones de la máquina
en la armónica estructura de la carne, y más dramáticamente, ante
el pecado capital en el que incurre el cientificismo cuando se atreve
a modificar el orden “natural” como si fuese un Dios: el subtexto
moral, la amenaza fantasma que recorría aquellas historias en
forma de latencia, era entonces filo-ecologista.
Esta concupiscencia
entre sustancia orgánica y máquina de acero, las aporías
genéticas que resultan de los juegos demiúrgicos de la cultura,
dará lugar en el imaginario colectivo a diferentes formas de
“venganza de la naturaleza”, apocalipsis purificador que
azota al ser humano sea en forma de plaga bíblica (la gripe aviar,
“Estallido”, “28 días después”, “El
incidente”) o como irresoluble colapso geológico (“El
núcleo”, “2012”), pero que en todo caso funciona
como metáfora atroz de los peligros de nuestro intervencionismo
sobre el cosmos-reloj y su irrecusable Ley Natural. Y es que si hay
un argumento que juega a favor de la ascensión del ecologismo como
nuevo reformismo sociopolítico es su gestión del miedo global al
fin del mundo, que de nuevo presenta numerosas trampas por su
concepto de la “contaminación”,
mucho más retorcido de lo que parece. Lo contaminante es
aquello que compromete la integridad de un medio mediante un gesto
que mancille el status quo dado, aunque el uso que se hace en
ecología de dicho término lo especifica como “aquello que
contraviene el desarrollo de la Vida”, o lo que es lo mismo:
cualquier agente que desequilibre los ciclos biológicos en un
espaciotiempo concreto. La contaminación es el excremento de la
cultura, las deposiciones tecnológicas del hombre, y si queremos
pensar su gestión sin reducirla a una mera cuestión técnica
debemos por fuerza reconsiderar el papel de la acción humana en el
conjunto de la naturaleza / realidad. La contaminación genera sus
propios parasitismos, y lo más interesante del diseño contemporáneo
parte de la investigación de los modos en que esos “excrementos”
pueden ser reincorporados al ciclo de la existencia (algo que, por
otra parte, los chatarreros llevan décadas haciendo). En
arquitectura ya se habla de un “modernismo eclipsado por la
sostenibilidad”, a resultas de la presente e imparable
“revolución verde” propiciada por la urgencia de los nuevos
desafíos del urbanismo: la disminución tanto del consumo de energía
como de los residuos, como medidas orientadas a mejorar las
condiciones de salubridad de nuestro parque habitacional. Este nuevo
paradigma en arquitectura nace así de una necesidad en principio de
intendencia, pero cuyas consecuencias inciden directamente sobre
nuestras formas de vida y por tanto en nuestra dimensión política.
Conforme al dogma del ecologismo reaccionario del que
hablábamos antes, el fundamento de lo humano sería la esencia
biológica de su ser (el grado cero de su infraestructura
material) a cuyo inexcusable imperio deben plegarse tanto las
estructuras como las superestructuras sociales. La “hoja de
ruta” de la sostenibilidad pasa entonces por la promoción de
una nueva cultura (lo que Guattari esbozaba como ecosofía),
lo cual excede en mucho la mera gestión técnica de la
“contaminación” (la base argumentativa de su discurso) y se
inscribe directamente en el terreno de lo ideológico, lo legislativo
y lo metafísico. El reformismo ecológico no se detiene en la mera
investigación de las disposiciones técnicas que puedan matizar el
capitalismo para hacerlo más eco-empático, sino que requiere
indirectamente un “movimiento del ser” en el
que lo humano se diluya no ya en lo natural ni
lo orgánico, sino en lo biológico. Y este
paso nos lleva a un nuevo problema paradigmático: la localización
del hombre como “ser pensante” o bien en el dominio de la
fauna o en el de la flora. La elección del animal humano
o el vegetal humano vendrá, casi siempre, decidida en
función del acontecimiento: el hombre es un animal porque, como todo
el reino zoológico, actúa, desencadena acontecimientos (como
oposición al estatismo inerte e indolente de las plantas). En la
tradición occidental, pensamiento y acontecimiento son las dos caras
de una misma moneda ontológica.
3.
La próxima mente
La ciencia da por hecho
que, dentro del conjunto de la naturaleza, la conciencia (el
pensamiento) es un atributo que llega al hombre por su pertenencia al
reino animal, mientras que tanto vegetales como microorganismos
carecerían de la capacidad de producir ideas. Ese supuesto monopolio
zoológico del pensamiento es lo que ha hecho que desde tiempos
inmemoriales se haya identificado lo humano en función de su
filiación animal: así, se ha definido al hombre como “el
animal racional”, “el animal simbólico”;
“el animal político” o “el animal que come
pan”.
Esta tradición olvida
que, según la historia de la biología, tanto animales como
vegetales derivan de un árbol genealógico que les hace converger en
una misma cepa originaria que sería la “vida en
general”, y de la que por evolución continua
habrían ido diferenciándose sus diferentes especies: la teoría de
Gaia (que no es más que una interpretación zafia y simplona del
spinozismo) propone que desde los helechos a los elefantes, de los
leucocitos a las manadas de antílopes, lo vivo forma un
conjunto de interdependencias derivadas de un mismo “todo”,
quizás dotado de una misteriosa voluntad propia (algo así como una
invisible conciencia universal), pero del que sólo los entes
zoomórficos están dotados de capacidades cognitivas e
intelectuales. En realidad, la consideración de que la conciencia es
patrimonio exclusivo de los animales, ¿de dónde la tomamos?, ¿cómo
podemos saber que un gato tiene pensamientos y una lechuga no los
tiene? Independientemente de la constatación del papel del “cerebro”
, la respuesta más habitual a esta pregunta apela a la capacidad
de decidir: sólo hay conciencia en aquellos entes capaces de
llevar a cabo elecciones autónomamente, es decir, de interactuar
con el medio conforme a decisiones tomadas con algún grado de
iniciativa propia. Siendo más precisos, lo que caracteriza a “la
conciencia” es la gestión del desplazamiento en el espacio, pues
los seres vivos “piensan” única y exclusivamente para
resolver los diferentes encuentros que se dan en la búsqueda
proactiva de alimento: los animales carentes de aparato motor
(tipo moluscos) no presentan ningún tipo de cognición o reflexión
intelectiva, pues su supervivencia no lo requiere. El caso de las
plantas conviene ser matizado.
Pongo un ejemplo: una
planta carnívora “se mueve” (pues sus “mandíbulas”
son retráctiles) e interactúa intencionalmente con el ambiente (sus
movimientos son función de lo que acontece a su alrededor), y sin
embargo no le presuponemos consciencia. Ello se debe a que su
capacidad de actuar está determinada por automatismos bioquímicos
en los que los estímulos exteriores (por ejemplo, la presencia de
una mosca susceptible de ser devorada) desatan procesos mecánicos
que no es necesario pensar, sino que ocurren espontáneamente,
como un mecanismo robótico que se activa automáticamente en
presencia de ciertos estímulos exteriores. Lo mismo puede decirse de
los girasoles o las esporas: tienen cierta capacidad de movimiento,
pero no de decisión, pues se autorregulan mediante dinamismos
estrictamente biofísicos y bioquímicos que hacen innecesario el
concurso de una conciencia. El animal, en cambio, es aquella unidad
biológica que ha de resolver por sí mismo cómo, dónde,
cuándo y de qué se alimenta, y gestionar
intelectualmente las acciones que ha de llevar a cabo para tal fin. A
diferencia de la flora, la fauna es el dominio del padecimiento,
es decir, del sentimiento (la presencia del deseo en el
pensamiento). La cognición animal, como capacidad intelectiva,
requeriría según este modelo de un mínimo de reflexividad (la
observación de diversas alternativas y la elección de la más
conveniente para un “yo” pre-constituido)
Esta distribución de la
conciencia es sin embargo tan caprichosa y cuestionable como
cualquier otra, especialmente si aplicamos rigurosamente el tipo de
monismo y univocidad que proponía el sistema metafísico de Spinoza:
conforme a su cosmogonía el deseo sería una energía común al
conjunto de lo real, no sólo a los animales en cuanto seres activos,
sino también a objetos aparentemente “pasivos” como la
luz, las piedras, las nubes o los tocadiscos. Para el spinozismo, no
hay una actividad específicamente humana ni específicamente
biológica, pues el dinamismo del mundo es una especie de energía
universal que recorre indiferentemente lo orgánico y lo mineral, la
materia y la energía, el tiempo y el espacio. Según esa idea,
la conciencia local no sería más que un enmascaramiento de la
radical determinación con la que “el conjunto de la realidad”
(lo que en caso de Spinoza equivale a Dios) dispone los movimientos
de sus partes, entidades que creen decidir libremente sus acciones
pero que en realidad sólo pueden llevar a cabo aquello que lo
real espera de ellos. El conatus que lleva a un artista a
insistir en su forma de vida, es el mismo que hace que un árbol
intente crecer lo máximo posible, o una piedra se perpetúe como
piedra: no es cada ente el que decide autónomamente sus elecciones,
pues éstas son función de la “mano invisible” del
conjunto de la realidad (llámese gaia, Dios, dao o como ustedes
prefieran). La aterradora conclusión de este (supuestamente inocuo)
panteísmo monista es que no hay volición, pues todos los actos
son actos reflejos. Automatismos deducibles
geométricamente de las leyes universales.
En ese sentido, las
charlas de Delanda sobre Deleuze son especialmente felices en su
descripción de un mundo en el que los movimientos de las placas
tectónicas, los viajes de la luz cuando cruza el universo o el
desarrollo de un cristal a partir de un mínimo de orden inicial,
responden a una misma “fuerza universal” en el que la
“conciencia” no sería más que un campo epifenoménico del
que participamos en calidad de productores y consumidores de signos.
La biosemiótica no tiene nada que ver con el lenguaje representativo
tal y como lo viene considerando el humanismo clásico, sino más
bien con una ideación del “signo” como información que no
necesita ser pensada para efectuarse. EL ADN por ejemplo es un
complejo de información que opera sin necesidad de ser pensada, su
actualización no tiene lugar en la conciencia sino en la propia
sustancia, conforme a una lógica de lo informático que amenaza
peligrosamente la irrefutabilidad y excepcionalidad ontológicas que
de siempre hemos atribuido a la conciencia. Según esta aproximación
al rol de la mente, lo específico de ella no es la gestión del
acontecimiento (pues, según vemos, muchos seres inertes se mueven,
cambian, devienen sin necesitar conciencia) sino dar
testimonio del ser: los flujos
de información, de acuerdo con la biosemiótica, son asimismo actos
reflejos. “Lo real” en conjunto está vivo, y el
pensamiento no es llevado a cabo por nosotros
sino en nosotros, que pasamos a ser
entificaciones locales de una sustancia universal cuya irrecusable
cadena causal maniata tanto nuestros actos como nuestros
pensamientos. La distancia ontológica entre una hortaliza, un
mamífero y una computadora queda así abolida, pues cada una de
ellas es la formalización local de una misma realidad general. Lo
cual tiene una importante consecuencia sobre el pensamiento
ecologista: la tecnología pasa a ser considerada un fenómeno
natural (en cuanto es producida a través del hombre, que a su
vez es producido por de la naturaleza) y por tanto el objeto de la
ecología deja de quedar circunscrito a lo biológico.
4.
Si nada es
artificial, ¿qué es la Inteligencia Artificial?
La deficiente lógica
naturalista del ecologismo habitual me lleva a la conclusión
inesperada de que la conciencia no puede ser atribuida únicamente (y
tan a la ligera) al ser humano, ni al animal, si siquiera a lo
biológico. El pensamiento pertenece al conjunto de la naturaleza,
pues toda ella ha convenido en producirlo como dominio. Pensar no es
decidir, sino testimoniar. El deseo no es más que un
espejismo, el señuelo que permite que el pensamiento se escuche a sí
mismo al pensar… Pronto las máquinas de silicio tendrán
conciencia, y ese será un momento especialmente comprometedor para
la ética ecologista: será la constatación definitiva de que la
presuposición verde de la superioridad de lo biológico es una
quimera, y que el hombre no es el último eslabón en la cadena
evolutiva de lo real.
La nueva carne y sus
dilemas morales no son más que la antesala al desafío existencial
por excelencia para el ecologismo, como será la esperada consecución
de la inteligencia artificial… El hombre descubre súbitamente que
también es un Dios: creador no ya sólo de utensilios
tecnológicos, sino de vida, y de seres pensantes. Pero se trata
de un tipo muy particular de Dios: aquel que es creador, pero también
es creado. Quizás la divinidad consista en un devenir que dioses
sucesivos que van siendo producidos por dioses anteriores, para ser
luego ellos mismos los productores de nuevos dioses… en una cadena
causal de la que el Gran Dios definitivo no sea el punto de
partida, sino el de llegada… Supongo que este desarrollo tan
hegeliano del tiempo será el tipo de asuntos que Meillassoux dice
estar trabajando en su esperadísimo libro sobre el “Dios
virtual”, así que dejamos el tema hasta que haya nuevas
noticias.
En cualquier caso, la
Inteligencia Artificial (en caso de que llegue a darse) colapsaría
el principio de “primacía de lo biológico” que sirve de suelo
al ecologismo reaccionario, y supondría un serio revés para el
concepto occidental del “ser” y su interdependencia con la
volición y el testimonio… La violencia conceptual de una
hipotética “máquina pensante” es de doble impacto: compromete
no sólo la supremacía epistemológica de lo biológico, si no
también (de manera incluso más desconcertante) la ubicación del
ser humano en la cumbre de la ontología. Dejo aquí el post porque
creo haber llegado a un punto suficientemente interesante como para
pensarlo desde una hoja completamente en blanco. Estos pensamientos
viajarán de mi pantalla a la vuestra sin el aporte “humano” del
cuerpo a cuerpo del que hablaba PPCC en la cita que abre el post: mis
ideas pasan de mi mente a mis dedos y de éstos al teclado, desde ahí
a un satélite que los transportará a vuestra tarjeta gráfica y de
ahí a vuestros sentidos… Feliz dialéctica
hombre-máquina-máquina-hombre en la que lo orgánico no es más que
un momento en el tránsito de información, en un proceso negligente
con la ética del ecologismo reaccionario cuyas implicaciones
metafísicas están todavía por aclarar: la partitura de lo real ya
no es la de un ballet biológico, sino un tránsito insustancial de
datos que se teletransportan reduciendo a los cuerpos a meras bases
de datos. Hecha de neuronas, electricidad y hormonas, nuestra
inteligencia también es una inteligencia artificial…
Dejo el post con estas
charlas de Alan Watts y su interesantísima aproximación a estos
asuntos desde el zen, en los que llega a conclusiones que no por
ambiguas dejan de resultar aterradoras. Seguiremos especulando.
El artículo es interesante aun cuando le veo algunos problemas de base, pero éste es uno de esos casos donde prefiero preguntar que criticar (porque partimos de dos tradiciones diferentes, me temo). Y ahí va el asunto:
ResponderEliminar¿Qué diferencia hay entre mi relación con éste artículo si hubiera sido escrito para una revista (lo escribes, lo envías a tu editor, lo envía a imprenta, hacen la revista, el cartero la trae hasta a mi casa, la leo) y no para un blog (lo escribes, lo envías al editor de textos, lo publica, se hace parte del blog, los feeds lo traen hasta mi ordenador a través de tubos, la leo) en un plano ontológico? En el óntico es obvio, pero en el ontológico se me escapa completamente.
Un saludo, Cesar, sigue así :)
Holaz!!! el texto es una suma de ideas que se me fueron viniendo a la mente mientras escribía, pues mi intención inicial era hablar de qué pasa si sustituimos el paradigma "animal humano" por algo tipo "vegetal humano", pues el tema del estatismo, la pasividad, la inacción y la indiferencia ante el acontecimiento cada vez me parece más interesante... No tengo nada claro, lo único seguro es que aunque me sienta en principio ecologista, el culto a lo biológico me parece una idea muy pobre.
ResponderEliminarRespecto a tu pregunta, no creo que haya diferencia ontológica pues por ahora aquí no hay una inteligencia artificial... bueno, sí: nuestras inteligencias. Por ahora lo más parecido supongo que son las autocorrecciones y demás, los actos que lleva a cabo el ordenador por iniciativa propia (como distribuir el texto en la pantalla). Es cierto que ha sido programado para ello, pero también nosotros estamos programados para actuar como actuamos. Ya sabes que tus críticas son más que bienvenidas!!! por cierto estoy investigando las relaciones entre heidegger y la escuela de kioto, quie supongo que como el existencialista que eres lo tendrás más que dominado. Un abrazo!
- observer
Mis críticas vienen por lo que tengo de seguidor de la filosofía de la existencia, que no de existencialista, y por ello le veo poco sentido recriminarte que tu noción de existencia es, esencialmente, óntica. El problema que tienes se resuelve desde el mismo instante que aun cuando creemos inteligencia, no estaremos creando existencia: el ser humano no es un "ser racional", es un ser cuya existencia se da en su esencia y, a partir de su existencia, deviene racional —entre otras muchas cosas, claro—; podemos crear racionalidades, pero no crear existencias (pues desde su propia racionalidad llegarán, que no se darán, la existencia, como mucho). Por eso si utilizas el cógito cartesiano llegas hasta ciertos callejones sin salida —las IA, sí, pero también el conocimiento reflexivo compartido: ¿cómo puede ser que compartamos experiencias si la experiencia es algo inscrito en la subjetividad del pensamiento?— que nos llevan hasta Hume y, revolucionando todo y destruyendo el cógito por el camino, Wittgenstein y Heidegger. Deberías leer a esta pareja, seguro que te daría pistas, aunque entrar a ellos sin una buena introducción es lo más parecido a penetrar en el infierno del concepto.
ResponderEliminarPor lo demás, el tema de la ecología también me interesa muchísimo y estaría bien que lo desarrollaras más, si es posible, porque estaría muy bien poder "comparar apuntes" a ese respecto. Especialmente siendo que los dos partimos más o menos de Guattari para ello.
Y sobre la relación Heidegger/Kyoto conozco bastante y me interesa muchísimo, pero aun no me considero preparado para abordarla en profundidad. La he tanteado, he leído unos cuantos textos, e incluso tengo un trabajo para clase sobre el tema, pero lo considero muy complejo y delicado por el momento, pero extremadamente interesante. Tengo la certeza, y si te interesa es que no voy desencaminado, de que ahí hay una puerta de entrada a nuevos caminos para la filosofía.
¡Un abrazo!