Este año leí un libro
(no lo tengo a mano, no lo puedo referenciar) sobre los orígenes y
el desarrollo de la ciencia y la filosofía grecorromanas. Frente al
prejuicio generalizado que supone que los pensadores clásicos
trabajaban animados por un temperamento contemplativo y de
especulación ociosa, lo cierto es que tal y como se explicaba en
ese ensayo en el mundo griego el saber tenía una función
radicalmente práctica, y cada uno de los temas que planteaban en sus
estudios tenía por finalidad directa o indirecta la resolución de
un determinado problema. Según Deleuze, por ejemplo, el
platonismo surgió como resolución de problemas legislativos (la
elección del ganador en una candidatura, que según Platón debía
decidirse en función de su grado de conformidad con la Idea pura) y
los delirios metafísicos del éter, la bilis negra,
Atlas o el eidos siempre respondían a inquietudes
agrícolas, médicas o sociales: según esta lectura tan pragmática,
las veleidades idealistas de los atenienses no eran más que la
máscara estetizante de una práctica, la del pensar, fundada en
requerimientos bien mundanos.
La geometría euclidiana
tuvo su origen en la resolución de problemas arquitectónicos y
catastrales: asuntos como la relación entre perímetro y
superficie, composibilidad de ángulos o cuadraturas de
círculos debían ser determinadas imperiosamente no por un
filantrópico y desinteresado “amor a la sabiduría”,
sino para resolver cuestiones tan prosaicas como poder arar los
campos, repartir parcelas u optimizar plantaciones. Es especialmente
pragmático el origen del estudio de los triángulos, muy vinculado a
los requerimientos del replanteo de un proyecto (un tema al que los
arquitectos tienen especial cariño), en paralelo a cómo muchos
hallazgos de la mística pitagórica tuvieron lugar mediante cuerdas
y palos mientras se empezaba la cimentación de un edificio. No es
casual entonces que las grandes civilizaciones de la edad antigua
fomentasen la aparición simultanea de geniales pensadores y
diestros constructores, pues la edificación ha sido siempre
la práctica humana que más ha hecho evolucionar la ciencia y el
conocimiento. Probablemente de ahí venga la insistente mutualidad
fraternal entre polis y logos,
pues la ciencia florecía especialmente durante (y a causa de) la
construcción de la ciudad, sea en el caso de Grecia, Egipto,
Mesopotamia… o Florencia en el 1500, Londres en 1800 o Nueva York
en 1900.
Quizás esto que acabo de
exponer sea wishful thinking neorromántico, y en realidad
teoría y práctica discurran por cauces independientes: al menos,
eso parece deducirse del hecho de que la reciente burbuja
inmobiliaria global no haya redundado en una explosión de la
filosofía y la ciencia ni mucho menos equiparable a la de otros
períodos de expansión urbana. De hecho, los mastodónticos y
delirantes volúmenes de construcción producidos en China o Singapur
no han resultado en avances teóricos de ningún tipo (a excepción,
quizás, de las cínicas y en el fondo ingenuas especulaciones de
Koolhaas). Y mucho menos en el caso de nuestra castiza burbujota
hispanistaní, en la que la única “cultura” propiciada por los
maestros ladrilleros ha sido el culto al Cayenne, la liga de las
estrellas, la sublimación del famoso de baja alcurnia y el
calamitoso hombrenuevismo ciudadánico zapateril.
Divorcio entre saber
teórico y práctica constructora, pues. La especialización de las
diferentes disciplinas en profesiones cada vez más estancas complica
la mediación interprofesional imprescindible para que los avances en
cada campo puedan revertir en las disciplinas paralelas: hoy en día
un ingeniero ya se enfrenta a demasiados desafíos técnicos propios
de su trabajo como para que además le exijamos que esté al día de
lo que se cuece en filosofía, bellas artes o biología.
Sencillamente, hemos alcanzado el límite de las capacidades
cognitivas de nuestro cerebro, y es implanteable que pueda existir
hoy en día el tipo de hombre renacentista de saber enciclopédico
capaz de manejar el conjunto de los conocimientos humanos (cosa que
sí sucedía en Grecia: allí, el volumen total de la “cultura”
era manejable por una sola persona, con lo cual existían
individuos capaces de archivar en su “disco duro” cerebral
la práctica totalidad de los saberes de su civilización). El único
modo que ha encontrado la cultura occidental para hacer converger en
un cauce común a los distintos conocimientos (irremediablemente
atomizados, demasiado amplios para ser gestionados desde un único
mando) es el “Gran relato”, o la utopía.
En un mundo donde el
constructor, el microbiólogo o el filósofo hacen cada uno “la
guerra por su cuenta” incapaces de entender a las demás
profesiones, el pensamiento utópico permite acompasar sus trabajos
en un mismo trayecto, estableciendo un orden suficientemente firme y
laxo como para evitar la dispersión y garantizar la libertad de
movimientos de cada profesional. Un utopía (un relato holístico
proyectado en el futuro) es, fundamentalmente, un utensilio, un
dispositivo de acción colectivizante. En el mismo texto explicaba
también la dificultad de establecer utopías para el mundo
contemporáneo, especialmente a consecuencia de que tanto la tramposa
dogmática capitalista como muchos de sus mayores críticos, asienten
en considerar que todo relato utópico es totalitario y por
tanto dictatorial, pues se funda en un gesto tan inaceptable como
“decirles a los demás lo que tienen que hacer”.
He aquí un problema
gravísimo para el urbanismo, y es que la esencia de la planificación
urbana pasa por “decirle a los demás lo que tienen que hacer”.
Y siendo todavía más precisos: decirle a los demás cómo
tienen que vivir. Ese es el fundamento del urbanismo,
y de ahí la letal crisis de ideas (crisis, ante todo, moral) que
atraviesa dicha disciplina. Su estructura pasa por la disposición no
ya de unas normas concretas, pero sí de unas líneas
generales de actuación que, insisto, capaciten a cada
profesional para realizar su trabajo en sintonía con las profesiones
paralelas pero sin llegar a coartar completamente su autonomía.
Usando un metáfora geométrica, la utopía sería un punto en el
horizonte al que fugue la civilización, pero no un punto
propio sino impropio: se
localiza en el infinito… ¿o no? He aquí un gran problema a la
hora de estudiar la conveniencia de unas u otras posibles utopías:
su grado de concreción, la propiedad de sus fugas, su equilibrio
isostático o hiperestático, los grados de libertad de sus nudos, la
elasticidad o plasticidad de sus elementos portantes.
El capitalismo
smithsoniano / keynesiano / hayekiano mantiene un astuto pacto
de silencio con el pensamiento utópico: el libremercantismo
es una utopía oculta. Bajo su aparente condescendencia con el
libertinaje de sus ciudadanos, la supuesta versatilidad y
“apertura de miras” que le otorga su carencia de una dogmática
ordenadora (como si fuese la Utopía definitiva: la cancelación
de toda imposición, la realización libre del individuo) sí que
cuenta con una serie de normas no escritas que
establecen con discreción la dirección en que han de evolucionar
los diferentes campos de conocimiento de los que se sirve. El
cientificismo y la tecnocracia dan por sentada una figura tan utópica
como es la creencia en el Progreso de las civilizaciones,
falacia que ha quedado de manifiesto ahora que a algunos se nos ha
dicho que viviremos peor que nuestros padres.
Pero el verdadero dogma
utópico en el fundamento ideológico del capitalismo
libremercantista es una presuposición tan cuestionable como es la
autoorganización espontánea de los sistemas complejos, que
según la epistemología de los austriacos tiene el estatuto del
Dogma de Fe casi místico. La vertebración socioeconómica que
proponen los liberales parte de la creencia de que en la naturaleza
ciertos sistemas llegan por sí mismos a equilibrios dinámicos
espontáneos gracias a la autopoiesis, el proceso por el cual
ciertas entidades naturales (cristales, proteínas, copos de nieve,
bandadas de pájaros…) afianzan una estructura formal compleja sin
necesidad de ordenaciones externas. Esa presuposición se encuentra
ya en la génesis de la marciana idea de Adam Smith de una “mano
invisible del mercado”; según la cual el correcto
funcionamiento de los mercados se garantiza dejando a estos operar
libremente, pues serían un tipo de sistema complejo cuya tendencia
natural es hacia la resolución de sus tensiones internas de manera
espontánea, no mediada por lo político ni lo legislativo, pues su
mecánica de balanza y subasta armoniza las ofertas y demandas por sí
msma. El problema de la autopoiesis tiene su ejemplo más habitual en
el problema de la cristalización de ciertos minerales, cuyas
moléculas se disponen produciendo formas geométricas al mismo
tiempo “generales” (son función de invariables de las
condiciones materiales) y “particulares” (pues cada
cristalización se acomoda a las condiciones específicas del medio
en la que tiene lugar). Esta misteriosa capacidad autootganizativa de
ciertos sistemas sirve de analogía a los liberales para considerar
que también las poblaciones económicas responden a ese patrón, de
tal manera que la ausencia de disposiciones legislativas es lo que
garantiza el equilibrio óptimo para cualquier campo de
fluctuaciones dinámicas. Por ejemplo, las ciudades.
De este modo, el
capitalismo ofrece su propia utopía urbana, la de la ciudad que
encuentra espontáneamente la lógica de su orden óptimo sin la
necesidad de legislación de ningún tipo, pues esa tendencia natural
de los sistemas a organizarse de la mejor manera posible garantizaría
que el resultado de un absoluto libertinaje urbanizador daría lugar
a un tipo urbano más armonioso con la voluntad de sus ciudadanos. Es
curioso que exista tan poca tratadística urbanística sobre este
modelo de desarrollo urbano, pues la ciudad “real” tiende cada
vez más a ser producida siguiendo esa lógica (de hecho, la
liberalización del suelo llevada a cabo por los gobiernos europeos
desde la revolución de la “tercera vía” partían de esa
doctrina ideológica). El modelo utópico de la ciudad capitalista
consiste entonces en permitir que cada agente promotor campe a sus
anchas y construya dónde, cómo y cuándo considere oportuno, pues
el mercado inmobiliario se encargaría de confirmar o invalidar la
conveniencia de cada nueva construcción. Si la urbanística
clásica partía de un orden general al que debían acomodarse cada
una de las piezas que se construyesen, la ciudad capitalista es
inversamente un agregado de piezas independientes que va alcanzado
una estructura de conjunto por “selección natural”, a
medida que la puesta en uso de los edificios vaya determinando cuáles
son un éxito y cuáles un fracaso. La ciudad resultante de este
laissez faire es entonces la utopía de “la suma de las
pequeñas utopías individuales” donde es el ciudadano (en su doble
condición de productor y consumidor) el que “diseña” la ciudad
sin diseñarla, frente a la concepción urbanística clásica de una
ordenanza tutelar de la construcción. La “ciudad no planificada”
es considerada por el urbanismo clásico la amenaza de la anarquía,
el despilfarro y la barbarie, mientras que para el dogma liberal
abriría la posibilidad de que el espacio urbano fuese
espontáneamente estructurado gracias a la jurisprudencia popular
mediante la soberanía del mercado democrático.
Y estos dos fundamentos
ideológicos de la ciudad capitalista (la creencia en el progreso y
en la autopoiesis de los sistemas no condicionados) resultan en una
concepción de la ciudad como flujo, como perpetuum mobile, hecha de
vectores más que de lugares, patronada por tendencias de crecimiento
y no por formas consolidadas, constantemente palpitante, mutable,
inquieta, fabril, viva. Lo utópico en ella no es tanto un destino
como punto de llegada, como la sublimación de lo fluctuante como
estado natural de las cosas, enésimo aggiornamento del “río de
Heráclito” como la verdad última del mundo. Y en ese abandono al
movimiento constante, renuncia forzosamente a ser planteable como
paraíso.
¿Cómo es un paraíso?
La tierra prometida a los justos en la leyenda bíblica, el Reino de
los Cielos, por fuerza ha de ser un lugar en el que nada
ocurre: no puede darse allí la inquietud que requiere el
movimiento, el desequilibrio necesario para el acaecer de
acontecimiento alguno, pues cualquier suceso descompondría la
perfección plena del un lugar cuya esencia radica en su sublime
distensión absoluta. En su perfección exacta, en su inmaculada
belleza, en la superación total de cualquier forma de deseo, el
paraíso es una tierra inmóvil, hierática, el estatismo extático
de la plenitud prometida más allá de los confines del tiempo. No
hay lugar allí para la acción, y por tanto tampoco para el
pensamiento.
En el paraíso nada
sucede, pues nada pude alterar su majestad plena. Es por su esencia
el infinito del bienestar.
Por tanto, en el Reino de
los Cielos no hay nada que hacer. Lo paradisíaco es el descanso del
homo laborans, allí donde sus tareas ya no son necesarias y
puede por fin desvanecerse en el confort supremo y eterno de la
no-vida.
La historia de la
arquitectura ha crecido siempre al cobijo de la sombra del Paraíso
que cada civilización ha dispuesto en su horizonte moral: las
pirámides de Egipto, los templos griegos, las catedrales góticas,
las escalinatas renacentistas, los jardines barrocos, todos ellos han
intentado ser “pedacitos del paraíso en la tierra”,
ejercicios caligráficos de metafísica que servían al hombre para
medir y exponer las condiciones del mundo trascendente de gracia
infinita que cada período histórico soñaba para sí. Asombra y
emociona comprobar la pasión y el sacrificio con el que los
artesanos medievales, en medio de terribles plagas y hambrunas,
mantenían la fe y energía necesarias para llevar a cabo una tarea
aparentemente tan poco práctica como es la epifanía del orden
celestial. Sin embargo, su objetivo no consistía en construir
el paraíso en la tierra, sino solamente representarlo.
La ciudad de la era del
nihilismo no ha sabido incorporar a su ideario las consecuencias de
la muerte de Dios: el urbanismo y la arquitectura han decidido que no
existe el paraíso trascendente, pero incomprensiblemente han
renunciado a intentar producirlo de modo inmanente. El lugar que
antaño ocupara el “paraíso” en el horizonte de
una cultura, en la modernidad fue ocupado por la “utopía”.
¿Por qué el planeta
tierra no es un paraíso? ¿Por qué no construimos nuestras
ciudades bajo la directriz de que sean paradisíacas? Antaño, el
urbanismo estaba limitado fundamentalmente por cuestiones técnicas y
de intendencia: los limitados recursos tecnológicos de las
civilizaciones clásicas hacían que no pudiesen plantearse más que
protegerse de la intemperie, optimizar las materias primas,
garantizarse un mínimo de confort y construir un habitat más
reactivo que activo: históricamente, la ciudad ha sido
ante todo un espacio de resguardo, un cobijo. Sin embargo, los
descomunales avances tecnológicos han dinamitado ese paradigma, pues
las posibilidades que ofrece la técnica contemporánea nos
habilitan para pensar en construcciones mucho más despreocupadas por
las condiciones mínimas de vida, ahora manejable con más laxitud.
El límite del
urbanismo contemporáneo, la frontera infranqueable que encierra
todas sus posibilidades, ya no es como antaño la naturaleza, sino
las inercias históricamente adquiridas por el ser humano. Las
catástrofes que hacen del mundo un valle de lágrimas ya no son sólo
las tempestades, las pestes y las sequías, cataclismos impuestos por
el despiadado orden natural que ya no son más que problemas: lo
único que distancia al urbanismo del paraíso es la acción humana.
Los desequilibrios, dramas, incertidumbres, incomodidades,
injusticias y heridas de la urbe contemporánea se deben mayormente a
las relaciones entre los hombres, cuya forma de ocupar el mundo es la
que han escogido para sí. Como demiurgo de su morada, el ser humano
ya no puede culpar a terceros de sus problemas, pues éstos son
autoimpuestos desde la gobernanza que ejerce sobre su propio destino.
Los tropiezos, en la acción humana, son vocacionales.
De las muchas lecciones
sobre la condición humana que uno aprende analizando sus ciudades,
la más desconcertante es que tenemos lo que queremos. Imposible
mantenere el optimismo antropológico cuando uno constata que nuestra
civilización posee sobrados recursos técnicos y materiales, mano de
obra, tiempo y capacidad para construir un mundo diseñado a
placer, y sin embargo insistimos en lanzar piedras contra nuestro
propio tejado y complicarnos la existencia de modo aparentemente
innecesario, quizás guiados únicamente por la necesidad de matar
tiempo, hacer algo, generar problemas con los que mantener la mente
ocupada. El urbanismo es una de las prácticas más desmoralizantes
de las humanidades, pues su dominio es un campo de batalla que saca
lo pero de cada uno, tanto individual como colectivamente. Quizás
estoy equivocado y en realidad el planeta sí sea un paraíso, o lo
más parecido a lo que podemos aspirar: ya no podemos atribuir
nuestras desgracias a los dioses ni a los caprichos de la naturaleza,
y el mundo que padecemos es en gran medida resultante de lo que hemos
hecho y seguimos haciendo: tenemos lo que queremos, la realidad es
inapelable y dicta sentencia, el ser humano se ha elegido para sí
un “paraíso” que no es otro que el mundo real tal y como lo
conocemos.
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