domingo, 9 de diciembre de 2012

) ) ) eco ( ( ( sistema ) ) ) #4: Ciudad, paraíso, utopía


Este año leí un libro (no lo tengo a mano, no lo puedo referenciar) sobre los orígenes y el desarrollo de la ciencia y la filosofía grecorromanas. Frente al prejuicio generalizado que supone que los pensadores clásicos trabajaban animados por un temperamento contemplativo y de especulación ociosa, lo cierto es que tal y como se explicaba en ese ensayo en el mundo griego el saber tenía una función radicalmente práctica, y cada uno de los temas que planteaban en sus estudios tenía por finalidad directa o indirecta la resolución de un determinado problema. Según Deleuze, por ejemplo, el platonismo surgió como resolución de problemas legislativos (la elección del ganador en una candidatura, que según Platón debía decidirse en función de su grado de conformidad con la Idea pura) y los delirios metafísicos del éter, la bilis negra, Atlas o el eidos siempre respondían a inquietudes agrícolas, médicas o sociales: según esta lectura tan pragmática, las veleidades idealistas de los atenienses no eran más que la máscara estetizante de una práctica, la del pensar, fundada en requerimientos bien mundanos.
La geometría euclidiana tuvo su origen en la resolución de problemas arquitectónicos y catastrales: asuntos como la relación entre perímetro y superficie, composibilidad de ángulos o cuadraturas de círculos debían ser determinadas imperiosamente no por un filantrópico y desinteresado “amor a la sabiduría”, sino para resolver cuestiones tan prosaicas como poder arar los campos, repartir parcelas u optimizar plantaciones. Es especialmente pragmático el origen del estudio de los triángulos, muy vinculado a los requerimientos del replanteo de un proyecto (un tema al que los arquitectos tienen especial cariño), en paralelo a cómo muchos hallazgos de la mística pitagórica tuvieron lugar mediante cuerdas y palos mientras se empezaba la cimentación de un edificio. No es casual entonces que las grandes civilizaciones de la edad antigua fomentasen la aparición simultanea de geniales pensadores y diestros constructores, pues la edificación ha sido siempre la práctica humana que más ha hecho evolucionar la ciencia y el conocimiento. Probablemente de ahí venga la insistente mutualidad fraternal entre polis y logos, pues la ciencia florecía especialmente durante (y a causa de) la construcción de la ciudad, sea en el caso de Grecia, Egipto, Mesopotamia… o Florencia en el 1500, Londres en 1800 o Nueva York en 1900.

 
Quizás esto que acabo de exponer sea wishful thinking neorromántico, y en realidad teoría y práctica discurran por cauces independientes: al menos, eso parece deducirse del hecho de que la reciente burbuja inmobiliaria global no haya redundado en una explosión de la filosofía y la ciencia ni mucho menos equiparable a la de otros períodos de expansión urbana. De hecho, los mastodónticos y delirantes volúmenes de construcción producidos en China o Singapur no han resultado en avances teóricos de ningún tipo (a excepción, quizás, de las cínicas y en el fondo ingenuas especulaciones de Koolhaas). Y mucho menos en el caso de nuestra castiza burbujota hispanistaní, en la que la única “cultura” propiciada por los maestros ladrilleros ha sido el culto al Cayenne, la liga de las estrellas, la sublimación del famoso de baja alcurnia y el calamitoso hombrenuevismo ciudadánico zapateril. 


Divorcio entre saber teórico y práctica constructora, pues. La especialización de las diferentes disciplinas en profesiones cada vez más estancas complica la mediación interprofesional imprescindible para que los avances en cada campo puedan revertir en las disciplinas paralelas: hoy en día un ingeniero ya se enfrenta a demasiados desafíos técnicos propios de su trabajo como para que además le exijamos que esté al día de lo que se cuece en filosofía, bellas artes o biología. Sencillamente, hemos alcanzado el límite de las capacidades cognitivas de nuestro cerebro, y es implanteable que pueda existir hoy en día el tipo de hombre renacentista de saber enciclopédico capaz de manejar el conjunto de los conocimientos humanos (cosa que sí sucedía en Grecia: allí, el volumen total de la “cultura” era manejable por una sola persona, con lo cual existían individuos capaces de archivar en su “disco duro” cerebral la práctica totalidad de los saberes de su civilización). El único modo que ha encontrado la cultura occidental para hacer converger en un cauce común a los distintos conocimientos (irremediablemente atomizados, demasiado amplios para ser gestionados desde un único mando) es el “Gran relato”, o la utopía.
En un mundo donde el constructor, el microbiólogo o el filósofo hacen cada uno “la guerra por su cuenta” incapaces de entender a las demás profesiones, el pensamiento utópico permite acompasar sus trabajos en un mismo trayecto, estableciendo un orden suficientemente firme y laxo como para evitar la dispersión y garantizar la libertad de movimientos de cada profesional. Un utopía (un relato holístico proyectado en el futuro) es, fundamentalmente, un utensilio, un dispositivo de acción colectivizante. En el mismo texto explicaba también la dificultad de establecer utopías para el mundo contemporáneo, especialmente a consecuencia de que tanto la tramposa dogmática capitalista como muchos de sus mayores críticos, asienten en considerar que todo relato utópico es totalitario y por tanto dictatorial, pues se funda en un gesto tan inaceptable como “decirles a los demás lo que tienen que hacer”.
He aquí un problema gravísimo para el urbanismo, y es que la esencia de la planificación urbana pasa por “decirle a los demás lo que tienen que hacer”. Y siendo todavía más precisos: decirle a los demás cómo tienen que vivir. Ese es el fundamento del urbanismo, y de ahí la letal crisis de ideas (crisis, ante todo, moral) que atraviesa dicha disciplina. Su estructura pasa por la disposición no ya de unas normas concretas, pero sí de unas líneas generales de actuación que, insisto, capaciten a cada profesional para realizar su trabajo en sintonía con las profesiones paralelas pero sin llegar a coartar completamente su autonomía. Usando un metáfora geométrica, la utopía sería un punto en el horizonte al que fugue la civilización, pero no un punto propio sino impropio: se localiza en el infinito… ¿o no? He aquí un gran problema a la hora de estudiar la conveniencia de unas u otras posibles utopías: su grado de concreción, la propiedad de sus fugas, su equilibrio isostático o hiperestático, los grados de libertad de sus nudos, la elasticidad o plasticidad de sus elementos portantes. 


El capitalismo smithsoniano / keynesiano / hayekiano mantiene un astuto pacto de silencio con el pensamiento utópico: el libremercantismo es una utopía oculta. Bajo su aparente condescendencia con el libertinaje de sus ciudadanos, la supuesta versatilidad y “apertura de miras” que le otorga su carencia de una dogmática ordenadora (como si fuese la Utopía definitiva: la cancelación de toda imposición, la realización libre del individuo) sí que cuenta con una serie de normas no escritas que establecen con discreción la dirección en que han de evolucionar los diferentes campos de conocimiento de los que se sirve. El cientificismo y la tecnocracia dan por sentada una figura tan utópica como es la creencia en el Progreso de las civilizaciones, falacia que ha quedado de manifiesto ahora que a algunos se nos ha dicho que viviremos peor que nuestros padres.
Pero el verdadero dogma utópico en el fundamento ideológico del capitalismo libremercantista es una presuposición tan cuestionable como es la autoorganización espontánea de los sistemas complejos, que según la epistemología de los austriacos tiene el estatuto del Dogma de Fe casi místico. La vertebración socioeconómica que proponen los liberales parte de la creencia de que en la naturaleza ciertos sistemas llegan por sí mismos a equilibrios dinámicos espontáneos gracias a la autopoiesis, el proceso por el cual ciertas entidades naturales (cristales, proteínas, copos de nieve, bandadas de pájaros…) afianzan una estructura formal compleja sin necesidad de ordenaciones externas. Esa presuposición se encuentra ya en la génesis de la marciana idea de Adam Smith de una “mano invisible del mercado”; según la cual el correcto funcionamiento de los mercados se garantiza dejando a estos operar libremente, pues serían un tipo de sistema complejo cuya tendencia natural es hacia la resolución de sus tensiones internas de manera espontánea, no mediada por lo político ni lo legislativo, pues su mecánica de balanza y subasta armoniza las ofertas y demandas por sí msma. El problema de la autopoiesis tiene su ejemplo más habitual en el problema de la cristalización de ciertos minerales, cuyas moléculas se disponen produciendo formas geométricas al mismo tiempo “generales” (son función de invariables de las condiciones materiales) y “particulares” (pues cada cristalización se acomoda a las condiciones específicas del medio en la que tiene lugar). Esta misteriosa capacidad autootganizativa de ciertos sistemas sirve de analogía a los liberales para considerar que también las poblaciones económicas responden a ese patrón, de tal manera que la ausencia de disposiciones legislativas es lo que garantiza el equilibrio óptimo para cualquier campo de fluctuaciones dinámicas. Por ejemplo, las ciudades.

De este modo, el capitalismo ofrece su propia utopía urbana, la de la ciudad que encuentra espontáneamente la lógica de su orden óptimo sin la necesidad de legislación de ningún tipo, pues esa tendencia natural de los sistemas a organizarse de la mejor manera posible garantizaría que el resultado de un absoluto libertinaje urbanizador daría lugar a un tipo urbano más armonioso con la voluntad de sus ciudadanos. Es curioso que exista tan poca tratadística urbanística sobre este modelo de desarrollo urbano, pues la ciudad “real” tiende cada vez más a ser producida siguiendo esa lógica (de hecho, la liberalización del suelo llevada a cabo por los gobiernos europeos desde la revolución de la “tercera vía” partían de esa doctrina ideológica). El modelo utópico de la ciudad capitalista consiste entonces en permitir que cada agente promotor campe a sus anchas y construya dónde, cómo y cuándo considere oportuno, pues el mercado inmobiliario se encargaría de confirmar o invalidar la conveniencia de cada nueva construcción. Si la urbanística clásica partía de un orden general al que debían acomodarse cada una de las piezas que se construyesen, la ciudad capitalista es inversamente un agregado de piezas independientes que va alcanzado una estructura de conjunto por “selección natural”, a medida que la puesta en uso de los edificios vaya determinando cuáles son un éxito y cuáles un fracaso. La ciudad resultante de este laissez faire es entonces la utopía de “la suma de las pequeñas utopías individuales” donde es el ciudadano (en su doble condición de productor y consumidor) el que “diseña” la ciudad sin diseñarla, frente a la concepción urbanística clásica de una ordenanza tutelar de la construcción. La “ciudad no planificada” es considerada por el urbanismo clásico la amenaza de la anarquía, el despilfarro y la barbarie, mientras que para el dogma liberal abriría la posibilidad de que el espacio urbano fuese espontáneamente estructurado gracias a la jurisprudencia popular mediante la soberanía del mercado democrático.

Y estos dos fundamentos ideológicos de la ciudad capitalista (la creencia en el progreso y en la autopoiesis de los sistemas no condicionados) resultan en una concepción de la ciudad como flujo, como perpetuum mobile, hecha de vectores más que de lugares, patronada por tendencias de crecimiento y no por formas consolidadas, constantemente palpitante, mutable, inquieta, fabril, viva. Lo utópico en ella no es tanto un destino como punto de llegada, como la sublimación de lo fluctuante como estado natural de las cosas, enésimo aggiornamento del “río de Heráclito” como la verdad última del mundo. Y en ese abandono al movimiento constante, renuncia forzosamente a ser planteable como paraíso.



¿Cómo es un paraíso? La tierra prometida a los justos en la leyenda bíblica, el Reino de los Cielos, por fuerza ha de ser un lugar en el que nada ocurre: no puede darse allí la inquietud que requiere el movimiento, el desequilibrio necesario para el acaecer de acontecimiento alguno, pues cualquier suceso descompondría la perfección plena del un lugar cuya esencia radica en su sublime distensión absoluta. En su perfección exacta, en su inmaculada belleza, en la superación total de cualquier forma de deseo, el paraíso es una tierra inmóvil, hierática, el estatismo extático de la plenitud prometida más allá de los confines del tiempo. No hay lugar allí para la acción, y por tanto tampoco para el pensamiento.

En el paraíso nada sucede, pues nada pude alterar su majestad plena. Es por su esencia el infinito del bienestar.

Por tanto, en el Reino de los Cielos no hay nada que hacer. Lo paradisíaco es el descanso del homo laborans, allí donde sus tareas ya no son necesarias y puede por fin desvanecerse en el confort supremo y eterno de la no-vida.

La historia de la arquitectura ha crecido siempre al cobijo de la sombra del Paraíso que cada civilización ha dispuesto en su horizonte moral: las pirámides de Egipto, los templos griegos, las catedrales góticas, las escalinatas renacentistas, los jardines barrocos, todos ellos han intentado ser “pedacitos del paraíso en la tierra”, ejercicios caligráficos de metafísica que servían al hombre para medir y exponer las condiciones del mundo trascendente de gracia infinita que cada período histórico soñaba para sí. Asombra y emociona comprobar la pasión y el sacrificio con el que los artesanos medievales, en medio de terribles plagas y hambrunas, mantenían la fe y energía necesarias para llevar a cabo una tarea aparentemente tan poco práctica como es la epifanía del orden celestial. Sin embargo, su objetivo no consistía en construir el paraíso en la tierra, sino solamente representarlo.
La ciudad de la era del nihilismo no ha sabido incorporar a su ideario las consecuencias de la muerte de Dios: el urbanismo y la arquitectura han decidido que no existe el paraíso trascendente, pero incomprensiblemente han renunciado a intentar producirlo de modo inmanente. El lugar que antaño ocupara el “paraíso” en el horizonte de una cultura, en la modernidad fue ocupado por la “utopía”.
¿Por qué el planeta tierra no es un paraíso? ¿Por qué no construimos nuestras ciudades bajo la directriz de que sean paradisíacas? Antaño, el urbanismo estaba limitado fundamentalmente por cuestiones técnicas y de intendencia: los limitados recursos tecnológicos de las civilizaciones clásicas hacían que no pudiesen plantearse más que protegerse de la intemperie, optimizar las materias primas, garantizarse un mínimo de confort y construir un habitat más reactivo que activo: históricamente, la ciudad ha sido ante todo un espacio de resguardo, un cobijo. Sin embargo, los descomunales avances tecnológicos han dinamitado ese paradigma, pues las posibilidades que ofrece la técnica contemporánea nos habilitan para pensar en construcciones mucho más despreocupadas por las condiciones mínimas de vida, ahora manejable con más laxitud.

El límite del urbanismo contemporáneo, la frontera infranqueable que encierra todas sus posibilidades, ya no es como antaño la naturaleza, sino las inercias históricamente adquiridas por el ser humano. Las catástrofes que hacen del mundo un valle de lágrimas ya no son sólo las tempestades, las pestes y las sequías, cataclismos impuestos por el despiadado orden natural que ya no son más que problemas: lo único que distancia al urbanismo del paraíso es la acción humana. Los desequilibrios, dramas, incertidumbres, incomodidades, injusticias y heridas de la urbe contemporánea se deben mayormente a las relaciones entre los hombres, cuya forma de ocupar el mundo es la que han escogido para sí. Como demiurgo de su morada, el ser humano ya no puede culpar a terceros de sus problemas, pues éstos son autoimpuestos desde la gobernanza que ejerce sobre su propio destino. Los tropiezos, en la acción humana, son vocacionales.
De las muchas lecciones sobre la condición humana que uno aprende analizando sus ciudades, la más desconcertante es que tenemos lo que queremos. Imposible mantenere el optimismo antropológico cuando uno constata que nuestra civilización posee sobrados recursos técnicos y materiales, mano de obra, tiempo y capacidad para construir un mundo diseñado a placer, y sin embargo insistimos en lanzar piedras contra nuestro propio tejado y complicarnos la existencia de modo aparentemente innecesario, quizás guiados únicamente por la necesidad de matar tiempo, hacer algo, generar problemas con los que mantener la mente ocupada. El urbanismo es una de las prácticas más desmoralizantes de las humanidades, pues su dominio es un campo de batalla que saca lo pero de cada uno, tanto individual como colectivamente. Quizás estoy equivocado y en realidad el planeta sí sea un paraíso, o lo más parecido a lo que podemos aspirar: ya no podemos atribuir nuestras desgracias a los dioses ni a los caprichos de la naturaleza, y el mundo que padecemos es en gran medida resultante de lo que hemos hecho y seguimos haciendo: tenemos lo que queremos, la realidad es inapelable y dicta sentencia, el ser humano se ha elegido para sí un “paraíso” que no es otro que el mundo real tal y como lo conocemos.



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