El desencanto, Jaime Chávarri, 1975
La
cultura española ha mostrado desde siempre (desde que existe
España), una férrea y obcecada vocación de realismo,
que probablemente pueda ser atribuible también a los demás pueblos
latinos y, en menor medida, a Europa en general. La cultura
institucional y su aparato intelectual orgánico de legitimación han
demonizado con fiereza cualquier forma narrativa que se atreviese a
desdeñar el consenso normativo sobre la constitución y estatuto de
lo
real,
en un indisimulado recelo punitivo contra géneros como la fantasía
o la ciencia
ficción
que, en nuestra tradición literaria, han sido minusvalorados como
fabulaciones escapistas destinadas al entretenimiento de los niños o
las audiencias más embrutecidas. Por exhaustivas que sean, las
antologías de literatura fantástica española sorprenden por lo
increíblemente escueto de su contenido, apenas algún cuento
periférico y anecdótico de nuestros escribanos más especulativos,
pero de envergadura mínima si la comparamos a las descomunales
bibliografías de esos géneros propias de los países anglosajones o
eslavos. La raza ibérica ha cultivado con mimo sus costumbrismos y
picarescas, sus interiores tenebristas y naturalezas muertas, los
cuentos caballerescos y poesías de amor a la tierra, pero carece de
un acervo musculoso de cuentos de hadas, elegías de titanes o
leyendas élficas (a excepción quizás de la tímida pero
valiosísima herencia celta, que por desgracia hoy está muy
devaluada por la instrumentación política con la que los
nacionalismos quieren monopolizarla).
Esta
desconcertante univocidad del “realismo” como la narrativa digna
por excelencia, no es sin embargo promovida exclusivamente por las
élites intelectuales, sino más bien por el ciudadano ibérico de a
pie: la cultura pop española, su folklore popular y su sentido
común,
han mostrado siempre un corsé muy estricto para definir las hechuras
y medida de la realidad. La socarronería y rudeza de la sabiduría
campesina acostumbra a favorecer formas de pensamiento con
los pies en la tierra,
impermeables a las veleidades de las figuraciones desbocadas, y
sarcásticamente desdeñosos con las ideaciones demasiado peregrinas.
Esta pertinaz supremacía de los realismos en nuestro imaginario
ofrece como reverso el desprecio puritano de las propuestas poéticas,
narrativas y científicas más ensoñadoras y especulativas, que
resulta en el lamentable aforismo “que
inventen ellos”,
tristemente explícito de la poca querencia de nuestro pueblo por la
fantasía: no hay invención más que mediante un cierto sobresalto
de lo real, un cuestionamiento de las verdades establecidas que exige
para su consecución grandes dosis de fe.
Y la fe es la criptonita de los realismos. La única fe aceptable
como “realista”
en el vernáculo español es la católica, y puede que ahí esté la
clave de nuestra ancestral animosidad contra la fantasía: la Biblia
monopolizó históricamente el sense
of wonder
del español medio, y toda especulación trasversal a su doctrina era
considerada o bien signo de locura, o bien de tentación satánica.
Como ya he dicho, nuestro país ha condenado siempre a la ciencia
ficción al ostracismo del producto intelectualmente inferior,
precisamente por su esencia dionisíaca, placentera, sedicente e
incluso sensual: tal vez haya incluso un instinto humano por la
fantasía, un apetito por la fabulación que, en cuanto potencia
creadora (insisto en que la fábula es consustancial a toda
invención, incluso a la más racional), puede explicarse muy
sencillamente desde la lógica darwinista: fantasear es bueno para la
supervivencia. Quizás, incluso, sea el
instrumento emancipatorio por excelencia.
La creación científica es siempre, literalmente, ciencia ficción,
y el progresismo político-social no puede acaecer más que a través
del ejercicio fantaseante de la utopía.
Y
a todo esto, falta en nuestra literatura una tentativa firme de
acotar qué es de hecho la realidad, cuáles son sus determinaciones
y límites, y a qué régimen de fenómenos del pensamiento nos
referimos con los términos fantasía, ficción o locura.
Don
Quijote de la Mancha
plantea la cuestión mediante la fricción de dos visiones
irreductibles a una misma consistencia: la realidad tal y como es
padecida por Quijote, y la realidad tal y como es contada respecto a
Alonso Quijano. La maniobra narrativa de Cervantes es magistral como
exposición de los fundamentos de la modernidad: la sustantivación e
identificación de una realidad como única y verdadera, y la
discriminación como “locura”
de todo aquello que comprometa el consenso objetivo que la rodea y
acorrala. La gran trampa intelectual del libro (y del logocentrismo
en general) es presentar a los molinos y los gigantes como dos planos
irreconciliables, necesariamente separados por el abismo que traza la
disparidad de su sentido respectivo. El “realismo” cervantino
lleva a un callejón sin salida ontológico: si en el fenómeno
empírico colisionan lo objetivo y lo subjetivo dando lugar al campo
de lo objetual, si la vivencia es soberana como medida de la
autenticidad de las cosas, ¿qué tribunal puede dictaminar qué
punto de vista es el propio de la cordura? Don Quijote, el relato que
ha definido el concepto occidental de “cordura” de los últimos
siglos, se fundamenta en la trampa intelectual del narrador
omnisiciente, y por tanto trascendental. Ese libro es la cuna de
todos los fascismos, pues habilita a la ciencia a alienar la
experiencia mediante una barra de medida que da por hecho que
realidad
es el mundo tal y como es visto por la mayoría.
La ficción más compartida.
Hay
quien afirma que la obra maestra de Cervantes es una elegía trágica
de la locura y el romanticismo del visionario ensimismado, cuando en
mi opinión es justo lo contrario: el nacimiento de la idea moderna
de “realidad”
como univocidad sustantivada, de la que lo que lo
quijotesco
emerge por lógica negativa. Ese libro inventó el concepto poético
y heroico de la esquizofrenia tal y como es pensado
contemporáneamente y que, incluso en Deleuze y Guattari, sigue
siendo tremendamente realista. Tras varios siglos, tenemos tan
naturalizada la dicotomía binaria Quijote / Alonso de Quijano que
resulta muy complicado encontrar una síntesis que habilite su
reconciliación: hasta donde yo sé, el intento de la fenomenología
de sintetizar al loco y al cuerdo es un proyecto todavía inacabado,
por su incapacidad para reducir al dominio de la experiencia propia
la “verdad” de la experiencia ajena. La “realidad” solipsista
de la fenomenología mantiene la semilla de los fascismos, al no
haber logrado sobrepasar la escisión entre el fenómeno propio y el
ajeno: el límite de la fantasía sigue siendo cómo
interiorizo en mí la realidad que me presentan los demás.
Por
todo ello, el “realismo”
español compone una tradición tan reaccionaria, conservadora,
alienante e inmovilista. No es casual que nuestra cultura promueva el
concepto del “genio” como insularidad (Picasso, Gaudí, Buñuel,
Adriá…), cuya sacralización histérica y pánica tiene algo de
idolatría morbosa por aquel capaz de cruzar a nado el hiato que
separa cordura y locura, y retornar sano y salvo, con las alforjas
llenas de ideas: la trampa consiste en imponer la existencia de ese
hiato. Y es precisamente el concepto romántico y tramposo de “lo
quijotesco”
el que bendice al genio por su condición necesaria de radical
excepcionalidad que, en su tránsito por la contranatura, permite
especificar una
realidad como
tal.
Nadie quiere dos Pablo Picassos, con uno tenemos bastante, en plural
ya no sería “un
genio”,
perdería la legitimidad que le otorga en exclusiva su
individualidad, su lugar meridiano en la jerarquía de la realidad
social: ya no sería una aporía, sino una alternativa para el
soliloquio de la realidad. Sólo
un pastor para cada rebaño, una
lógica muy española y muy perversa cuyo enraizamiento en el
concepto del Quijote (la modernidad destilada en un arquetipo de una
exactitud conmovedora) deberán meditar ustedes por cuenta propia, si
es que les interesa. ¿Cuánto de quijotesco había en Sancho Panza,
y viceversa?
El
secular atraso cultural de España dista mucho de estarse resolviendo
a día de hoy, pues la virtualización de los fenómenos y la
complejización de sus resonancias y reverberaciones simbólicas hace
que el planteamiento mismo de un “realismo” haya perdido
completamente el sentido. La intelligentsia
europea agoniza frente a la frescura y naturalidad de los
anglosajones, que aceptan tranquilamente que vivimos en una era no ya
posmoderna
(paroxismo de la subjetividad) sino pos-real:
la cancelación, por obsolescencia, de las categorías de “fantasía”
y “realidad”. El mockumentary,
el documental ficticio, es el género narrativo por excelencia en una
era cuyos relatos más valiosos no encajan ni en las listas de
Fiction
ni en las de Non-Fiction,
sin que nadie por aquí parezca haberse dado cuenta. La ciencia más
fértil de hoy en día es abiertamente ciencia ficción, la filosofía
se zambulle en el libertinaje del realismo especulativo, y la
política ha entrado en una fase en la que todo lo
actual
es fundamentalmente virtualidad y cuya competencia esencial es la
dialéctica meta-narrativa de utopías y distopías. Mientras tanto,
por aquí, el absurdo festival de Cannes premia un rancio cuentecillo
moral de Haneke sobre un viejo que cuida de una vieja, los
tertulianos se escandalizan por Gandía
Shore
y el comunismo se atrinchera contra viento y marea en la pataleta
victimista de un apolillado realismo
quijotesco
que en ningún momento se toma en serio su aspiración a instituirse
como alternativa posible para la
realidad.
Estas
meditaciones me vienen al hilo de “El
desencanto”,
que volví a ver anteayer en su emisión televisiva y que, como cada
vez que vuelvo a ella, me ofrece una nueva vuelta de tuerca a sus
poliédricos contrapuntos de sentido . Sobran las presentaciones de
la que es una de las mejores películas españolas de todos los
tiempos, cumbre no sólo de la mustia cinematografía patria sino del
relato multifocal en general: este Rashomon
de
la maragatería da voz a los cuatro erráticos herederos del apellido
Panero, cada uno de los cuales aporta una interpretación de su
genealogía común que, pese a lo diverso de los afectos respectivos,
convergen en una misma y decadente “realidad”: la podredumbre
moral de un linaje empobrecido por la endogamia de su estirpe, pero
que incluso en la más descorazonadora de las debacles mantienen con
integridad la fidelidad a sí mismos como gesto heroico de dignidad.
Cuatro agujeros
negros
que van relatando en paralelo y (aparentemente) a corazón abierto
sus valoraciones respectivas del teatro familiar: Felicidad y su
hierática sobriedad castellana, Michi con la agudeza del bon vivant
de familia noble, Juan Luis y la pompa edípica de recrearse en lo
literario de sus tragedias, y el gran protagonista Leopoldo María,
poliédrico y acaso irresumible, cuyo protagonismo absoluto ningún
espectador pone en duda. Todos ellos abandonados al gozo masoquista
de contemplar su hundimiento desde el epicentro de los hechos y, al
mismo tiempo, manteniendo la distancia afectiva propia de la más
desafecta aristocracia. Un film de una contemporaneidad desarmante,
que con escuetos y pulcros efectos de montaje consigue recrear una
atmósfera inolvidable (la alta burguesía provinciana y sus
mansiones de ventanas cerradas, la nostalgia imposible por un
universo monocromo de belleza turbia e irrespirable) que el brutal
carisma y magnetismo de los Panero ilumina con naturalidad y hondura.
Mi rendida admiración por la leyenda Panero se debe seguramente no
sólo a su querencia por el gozoso malditismo de recrearse en la
propia ruina, con el que me identifico completamente, sino
sencillamente por lo hipnótico de su oratoria: todos ellos hablan
con tal finura, muestran una facilidad verbal de fluidez tan
intuitiva que podría pasar horas y horas escuchando sus historias,
agraciadas con un humor aterradoramente inteligente y la soltura de
quien ha crecido entre los algodones de la más exquisita formación
intelectual. La suya es una erudición desgarrada y aberrante pero cómica,
una sabiduría que proyecta una sombra monstruosa y cínica pero extrañamente
entrañable y divertida.
Sin
embargo, esta vez me ha llamado especialmente la atención el modo en
que viene presentado el personaje de Juan
Luis,
que (ahora me doy cuenta) es el único héroe verdaderamente trágico
de este cuarteto de filibusteros que, en el fondo, están cada uno a
su manera encantados de haberse conocido: hay una extraña
solidaridad hermética entre los Panero, sin duda turbia y
desquiciante como todas las constelaciones familiares, pero
sólidamente fundada y continuada. Solidaridad que propicia la
compartición (y el copadecimiento) de una misma realidad cuya
ideología
secretamente comparten. Y es que esta
familia asiente en la determinación de cuál es su verdadero
Quijote, que no puede ser otro que Leopoldo María.
Pese a todos sus desvaríos y soflamas, bajo el caudal de intentos de
suicidio y la frecuencia de ingresos en prisiones y manicomios, sus
ruidosas boutades y estridentes locuras, todos coinciden en reconocer
en él al verdadero Santo y Mártir de la familia, por lo auténtico
de su apostolado nihilista, la coherencia de su amoralidad, lo
venerable de su incorruptible rebeldía: secreta e inconscientemente,
todos (los Panero y los espectadores) vemos en él a la clave que
dota de sentido y épica al relato familiar, la coraza que los
mantiene a salvo de un patetismo que sin él no tendría ni pizca de
glamour ni gracia. Leopoldo María, el poeta genial, el Quijote del
clan, es entonces el auténtico pastor del rebaño, el instrumento
que (por reflexividad negativa) los cohesiona, vertebra y dota de
consistencia literaria (de un Destino) a un devenir tan calamitoso
como el que todos comparten. Curiosamente, entonces no es él el
freak:
cumple con el rol de oveja
negra
que la familia necesitaba como clausura de sentido a la Epopeya
Panero.
Insisto
en que el auténtico perdedor del relato, el pánfilo en el que
recaen los dardos más envenenados (tanto de sus hermanos como del
director del film) es Juan Luis, que viene presentado como un
ridículo wannabe
de gestualidad histérica pero tenue en su poesía, un trilero de
baja estofa que pretendiese ocultar su falta de talento mediante la
exageración epidérmica de los clichés del Genio que querría ser y
no es: sin duda, la suya es la figura más patética del clan, en
cuya verdad nadie cree, cuya “realidad” es continuamente negada.
Ahora mismo me parece el personaje más interesante de esta historia,
por ser el verdaderamente damnificado por el reparto de identidades
que han pactado silenciosamente los Panero: el héroe romántico
reconocido como tal es Leopoldo María, y para Juan Luis no quedan
más atributos que los despojos de una realidad familiar demasiado
exigente en su demanda de sordidez como para tomar en serio sus
anómalas petulancias de baratillo, ora plagio ora caricatura de
pretéritas leyendas ejemplares. Lo fascinante de su caso es la
torpeza para dotar de credibilidad a su figura pública, y el déficit
de talento como escritor, imperdonable para los Panero… y para
los espectadores, que inadvertidamente admiran a los Quijotes no por
su excentricidad, sino por su conformidad con los cánones de
genialidad. No sé. Estaría muy bien una nueva secuela del film más
cómplice con las idiosincrasias de Juan Luis, el verdadero perro
verde de
un linaje por lo demás milimétricamente remisible al “realismo
español” de toda la vida.
Cierro
estas especulaciones recomendando la lectura de mi pasión
intelectual irreconocida de los últimos meses, de la que nunca hablo
por el desprestigio del personaje en cuestión: Xavier Zubiri,
metafísico español (perdón: metafísico vasco)
que cometió el sacrilegio de encontrar y aceptar a Dios como el
horizonte último y único de la filosofía. Hace ya demasiado tiempo
que no encuentro ni una sola idea interesante en el circuito oficial
de los “Estudios culturales” y su intercambio de cromos entre
Foucaults, Deleuzes, Agambens y compañía, y en mi enésima cuaresma
espiritual disfruto mucho más leyendo, por ejemplo, teología: suena
muy cool, porque es muy cool, así que entérense los marymodernos de
que lo last
ya no es recitar a Guattari, sino estudiar teología.
En
cualquier caso, si hay alguien al otro lado de la pantalla que, como
yo, no esté satisfecho con las ideas de Heidegger sobre el Ser
último de lo real, puede darle una oportunidad a Zubiri, que
partiendo de la ontología del alemán propone un modelo en el que la
primera instancia metafísica es, casualmente, la
realidad.
Su concepto de “respectividad” me parece óptimo para dar cuenta
del espacio en el que conviven ficción y no ficción, impresiones e
intelecciones, mentira y verdad, así que recomiendo su lectura
incluso a aquellos alérgicos a la mística de los creyentes, porque
su trabajo va mucho más allá.
El
negativo de la subjetividad no es la objetividad, sino la
insustancialidad.
Lo
antagónico a la realidad no es la ficción, sino la nada.
No
hay realismo posible, porque todo lo visto y lo pensado y lo narrado
adviene aquí, en la realidad.
Aquí un magnífico texto introductorio al trabajo de Zubiri.
ResponderEliminarUn post muy coherente y bien argumentado.
Me recuerda a algo que decía Cooper en su libro “Psiquiatría y antipsiquiatría”... “mi trabajo con familias me ha llevado a sospechar que tanto las familias “neuróticas” y “psicóticas” como las “normales” se caracterizan en nuestra comunidad por un alto grado de alienación con respecto a la realidad personal de cada uno de sus miembros. Uno se siente incluso tentado a considerar la hipótesis osada de que en las familias “psicóticas” el paciente esquizofrénico identificado por su episodio psicótico está tratando de liberarse de un sistema alienado, y es por lo tanto en cierto sentido menos “enfermo” o, por lo menos, no tan alienado como los vástagos “normales” de las familias “normales”. Pero en cuanto ingresa en un hospital para enfermos mentales, su intento desesperado de liberarse parecería haber fracasado en la elección de la táctica y estrategia sociales necesarias”.
También JB decía que “todo lo que vive del sentido perecerá por la insignificancia”.
Aunque yo creo que a algo se tiene que “agarrar” todo ser vivo para seguir viviendo. El hecho de que algo deje de tener sentido no significa que sólo la fe -en eso o en otra cosa- pueda devolvernos el sentido. Hay tantas formas que pueden dar sentido a la vida como formas en las que se pueden enlazar los elementos químicos. Creo.
Pero la revolución-espectáculo a la que asistimos está ocurriendo porque el sentido económico, que se pretende a sí mismo mundializar y convertir en sentido único o unidireccional, aunque pueda anular otros sentidos, lo que no puede hacer es anular sus propios contra-sentidos. Por eso no necesitamos más ciencia-ficción. Porque ya vivimos en la ciencia-ficción. O para ser más precisos, en la ficción de la ciencia.
http://www.lavanguardia.com/lacontra/20130207/54365145790/la-contra-juan-gervas.html