jueves, 7 de febrero de 2013

Alonso Quijano es Don Quijote



 El desencanto, Jaime Chávarri, 1975


La cultura española ha mostrado desde siempre (desde que existe España), una férrea y obcecada vocación de realismo, que probablemente pueda ser atribuible también a los demás pueblos latinos y, en menor medida, a Europa en general. La cultura institucional y su aparato intelectual orgánico de legitimación han demonizado con fiereza cualquier forma narrativa que se atreviese a desdeñar el consenso normativo sobre la constitución y estatuto de lo real, en un indisimulado recelo punitivo contra géneros como la fantasía o la ciencia ficción que, en nuestra tradición literaria, han sido minusvalorados como fabulaciones escapistas destinadas al entretenimiento de los niños o las audiencias más embrutecidas. Por exhaustivas que sean, las antologías de literatura fantástica española sorprenden por lo increíblemente escueto de su contenido, apenas algún cuento periférico y anecdótico de nuestros escribanos más especulativos, pero de envergadura mínima si la comparamos a las descomunales bibliografías de esos géneros propias de los países anglosajones o eslavos. La raza ibérica ha cultivado con mimo sus costumbrismos y picarescas, sus interiores tenebristas y naturalezas muertas, los cuentos caballerescos y poesías de amor a la tierra, pero carece de un acervo musculoso de cuentos de hadas, elegías de titanes o leyendas élficas (a excepción quizás de la tímida pero valiosísima herencia celta, que por desgracia hoy está muy devaluada por la instrumentación política con la que los nacionalismos quieren monopolizarla).

 
Esta desconcertante univocidad del “realismo” como la narrativa digna por excelencia, no es sin embargo promovida exclusivamente por las élites intelectuales, sino más bien por el ciudadano ibérico de a pie: la cultura pop española, su folklore popular y su sentido común, han mostrado siempre un corsé muy estricto para definir las hechuras y medida de la realidad. La socarronería y rudeza de la sabiduría campesina acostumbra a favorecer formas de pensamiento con los pies en la tierra, impermeables a las veleidades de las figuraciones desbocadas, y sarcásticamente desdeñosos con las ideaciones demasiado peregrinas. Esta pertinaz supremacía de los realismos en nuestro imaginario ofrece como reverso el desprecio puritano de las propuestas poéticas, narrativas y científicas más ensoñadoras y especulativas, que resulta en el lamentable aforismo “que inventen ellos”, tristemente explícito de la poca querencia de nuestro pueblo por la fantasía: no hay invención más que mediante un cierto sobresalto de lo real, un cuestionamiento de las verdades establecidas que exige para su consecución grandes dosis de fe. Y la fe es la criptonita de los realismos. La única fe aceptable como “realista” en el vernáculo español es la católica, y puede que ahí esté la clave de nuestra ancestral animosidad contra la fantasía: la Biblia monopolizó históricamente el sense of wonder del español medio, y toda especulación trasversal a su doctrina era considerada o bien signo de locura, o bien de tentación satánica. Como ya he dicho, nuestro país ha condenado siempre a la ciencia ficción al ostracismo del producto intelectualmente inferior, precisamente por su esencia dionisíaca, placentera, sedicente e incluso sensual: tal vez haya incluso un instinto humano por la fantasía, un apetito por la fabulación que, en cuanto potencia creadora (insisto en que la fábula es consustancial a toda invención, incluso a la más racional), puede explicarse muy sencillamente desde la lógica darwinista: fantasear es bueno para la supervivencia. Quizás, incluso, sea el instrumento emancipatorio por excelencia. La creación científica es siempre, literalmente, ciencia ficción, y el progresismo político-social no puede acaecer más que a través del ejercicio fantaseante de la utopía.


Y a todo esto, falta en nuestra literatura una tentativa firme de acotar qué es de hecho la realidad, cuáles son sus determinaciones y límites, y a qué régimen de fenómenos del pensamiento nos referimos con los términos fantasía, ficción o locura.
Don Quijote de la Mancha plantea la cuestión mediante la fricción de dos visiones irreductibles a una misma consistencia: la realidad tal y como es padecida por Quijote, y la realidad tal y como es contada respecto a Alonso Quijano. La maniobra narrativa de Cervantes es magistral como exposición de los fundamentos de la modernidad: la sustantivación e identificación de una realidad como única y verdadera, y la discriminación como “locura” de todo aquello que comprometa el consenso objetivo que la rodea y acorrala. La gran trampa intelectual del libro (y del logocentrismo en general) es presentar a los molinos y los gigantes como dos planos irreconciliables, necesariamente separados por el abismo que traza la disparidad de su sentido respectivo. El “realismo” cervantino lleva a un callejón sin salida ontológico: si en el fenómeno empírico colisionan lo objetivo y lo subjetivo dando lugar al campo de lo objetual, si la vivencia es soberana como medida de la autenticidad de las cosas, ¿qué tribunal puede dictaminar qué punto de vista es el propio de la cordura? Don Quijote, el relato que ha definido el concepto occidental de “cordura” de los últimos siglos, se fundamenta en la trampa intelectual del narrador omnisiciente, y por tanto trascendental. Ese libro es la cuna de todos los fascismos, pues habilita a la ciencia a alienar la experiencia mediante una barra de medida que da por hecho que realidad es el mundo tal y como es visto por la mayoría. La ficción más compartida.
Hay quien afirma que la obra maestra de Cervantes es una elegía trágica de la locura y el romanticismo del visionario ensimismado, cuando en mi opinión es justo lo contrario: el nacimiento de la idea moderna de “realidad” como univocidad sustantivada, de la que lo que lo quijotesco emerge por lógica negativa. Ese libro inventó el concepto poético y heroico de la esquizofrenia tal y como es pensado contemporáneamente y que, incluso en Deleuze y Guattari, sigue siendo tremendamente realista. Tras varios siglos, tenemos tan naturalizada la dicotomía binaria Quijote / Alonso de Quijano que resulta muy complicado encontrar una síntesis que habilite su reconciliación: hasta donde yo sé, el intento de la fenomenología de sintetizar al loco y al cuerdo es un proyecto todavía inacabado, por su incapacidad para reducir al dominio de la experiencia propia la “verdad” de la experiencia ajena. La “realidad” solipsista de la fenomenología mantiene la semilla de los fascismos, al no haber logrado sobrepasar la escisión entre el fenómeno propio y el ajeno: el límite de la fantasía sigue siendo cómo interiorizo en mí la realidad que me presentan los demás.



Por todo ello, el “realismo” español compone una tradición tan reaccionaria, conservadora, alienante e inmovilista. No es casual que nuestra cultura promueva el concepto del “genio” como insularidad (Picasso, Gaudí, Buñuel, Adriá…), cuya sacralización histérica y pánica tiene algo de idolatría morbosa por aquel capaz de cruzar a nado el hiato que separa cordura y locura, y retornar sano y salvo, con las alforjas llenas de ideas: la trampa consiste en imponer la existencia de ese hiato. Y es precisamente el concepto romántico y tramposo de “lo quijotesco” el que bendice al genio por su condición necesaria de radical excepcionalidad que, en su tránsito por la contranatura, permite especificar una realidad como tal. Nadie quiere dos Pablo Picassos, con uno tenemos bastante, en plural ya no sería “un genio”, perdería la legitimidad que le otorga en exclusiva su individualidad, su lugar meridiano en la jerarquía de la realidad social: ya no sería una aporía, sino una alternativa para el soliloquio de la realidad. Sólo un pastor para cada rebaño, una lógica muy española y muy perversa cuyo enraizamiento en el concepto del Quijote (la modernidad destilada en un arquetipo de una exactitud conmovedora) deberán meditar ustedes por cuenta propia, si es que les interesa. ¿Cuánto de quijotesco había en Sancho Panza, y viceversa?
El secular atraso cultural de España dista mucho de estarse resolviendo a día de hoy, pues la virtualización de los fenómenos y la complejización de sus resonancias y reverberaciones simbólicas hace que el planteamiento mismo de un “realismo” haya perdido completamente el sentido. La intelligentsia europea agoniza frente a la frescura y naturalidad de los anglosajones, que aceptan tranquilamente que vivimos en una era no ya posmoderna (paroxismo de la subjetividad) sino pos-real: la cancelación, por obsolescencia, de las categorías de “fantasía” y “realidad”. El mockumentary, el documental ficticio, es el género narrativo por excelencia en una era cuyos relatos más valiosos no encajan ni en las listas de Fiction ni en las de Non-Fiction, sin que nadie por aquí parezca haberse dado cuenta. La ciencia más fértil de hoy en día es abiertamente ciencia ficción, la filosofía se zambulle en el libertinaje del realismo especulativo, y la política ha entrado en una fase en la que todo lo actual es fundamentalmente virtualidad y cuya competencia esencial es la dialéctica meta-narrativa de utopías y distopías. Mientras tanto, por aquí, el absurdo festival de Cannes premia un rancio cuentecillo moral de Haneke sobre un viejo que cuida de una vieja, los tertulianos se escandalizan por Gandía Shore y el comunismo se atrinchera contra viento y marea en la pataleta victimista de un apolillado realismo quijotesco que en ningún momento se toma en serio su aspiración a instituirse como alternativa posible para la realidad.



Estas meditaciones me vienen al hilo de “El desencanto”, que volví a ver anteayer en su emisión televisiva y que, como cada vez que vuelvo a ella, me ofrece una nueva vuelta de tuerca a sus poliédricos contrapuntos de sentido . Sobran las presentaciones de la que es una de las mejores películas españolas de todos los tiempos, cumbre no sólo de la mustia cinematografía patria sino del relato multifocal en general: este Rashomon de la maragatería da voz a los cuatro erráticos herederos del apellido Panero, cada uno de los cuales aporta una interpretación de su genealogía común que, pese a lo diverso de los afectos respectivos, convergen en una misma y decadente “realidad”: la podredumbre moral de un linaje empobrecido por la endogamia de su estirpe, pero que incluso en la más descorazonadora de las debacles mantienen con integridad la fidelidad a sí mismos como gesto heroico de dignidad. Cuatro agujeros negros que van relatando en paralelo y (aparentemente) a corazón abierto sus valoraciones respectivas del teatro familiar: Felicidad y su hierática sobriedad castellana, Michi con la agudeza del bon vivant de familia noble, Juan Luis y la pompa edípica de recrearse en lo literario de sus tragedias, y el gran protagonista Leopoldo María, poliédrico y acaso irresumible, cuyo protagonismo absoluto ningún espectador pone en duda. Todos ellos abandonados al gozo masoquista de contemplar su hundimiento desde el epicentro de los hechos y, al mismo tiempo, manteniendo la distancia afectiva propia de la más desafecta aristocracia. Un film de una contemporaneidad desarmante, que con escuetos y pulcros efectos de montaje consigue recrear una atmósfera inolvidable (la alta burguesía provinciana y sus mansiones de ventanas cerradas, la nostalgia imposible por un universo monocromo de belleza turbia e irrespirable) que el brutal carisma y magnetismo de los Panero ilumina con naturalidad y hondura. Mi rendida admiración por la leyenda Panero se debe seguramente no sólo a su querencia por el gozoso malditismo de recrearse en la propia ruina, con el que me identifico completamente, sino sencillamente por lo hipnótico de su oratoria: todos ellos hablan con tal finura, muestran una facilidad verbal de fluidez tan intuitiva que podría pasar horas y horas escuchando sus historias, agraciadas con un humor aterradoramente inteligente y la soltura de quien ha crecido entre los algodones de la más exquisita formación intelectual. La suya es una erudición desgarrada y aberrante pero cómica, una sabiduría que proyecta una sombra monstruosa y cínica pero extrañamente entrañable y divertida.


Sin embargo, esta vez me ha llamado especialmente la atención el modo en que viene presentado el personaje de Juan Luis, que (ahora me doy cuenta) es el único héroe verdaderamente trágico de este cuarteto de filibusteros que, en el fondo, están cada uno a su manera encantados de haberse conocido: hay una extraña solidaridad hermética entre los Panero, sin duda turbia y desquiciante como todas las constelaciones familiares, pero sólidamente fundada y continuada. Solidaridad que propicia la compartición (y el copadecimiento) de una misma realidad cuya ideología secretamente comparten. Y es que esta familia asiente en la determinación de cuál es su verdadero Quijote, que no puede ser otro que Leopoldo María. Pese a todos sus desvaríos y soflamas, bajo el caudal de intentos de suicidio y la frecuencia de ingresos en prisiones y manicomios, sus ruidosas boutades y estridentes locuras, todos coinciden en reconocer en él al verdadero Santo y Mártir de la familia, por lo auténtico de su apostolado nihilista, la coherencia de su amoralidad, lo venerable de su incorruptible rebeldía: secreta e inconscientemente, todos (los Panero y los espectadores) vemos en él a la clave que dota de sentido y épica al relato familiar, la coraza que los mantiene a salvo de un patetismo que sin él no tendría ni pizca de glamour ni gracia. Leopoldo María, el poeta genial, el Quijote del clan, es entonces el auténtico pastor del rebaño, el instrumento que (por reflexividad negativa) los cohesiona, vertebra y dota de consistencia literaria (de un Destino) a un devenir tan calamitoso como el que todos comparten. Curiosamente, entonces no es él el freak: cumple con el rol de oveja negra que la familia necesitaba como clausura de sentido a la Epopeya Panero.
Insisto en que el auténtico perdedor del relato, el pánfilo en el que recaen los dardos más envenenados (tanto de sus hermanos como del director del film) es Juan Luis, que viene presentado como un ridículo wannabe de gestualidad histérica pero tenue en su poesía, un trilero de baja estofa que pretendiese ocultar su falta de talento mediante la exageración epidérmica de los clichés del Genio que querría ser y no es: sin duda, la suya es la figura más patética del clan, en cuya verdad nadie cree, cuya “realidad” es continuamente negada. Ahora mismo me parece el personaje más interesante de esta historia, por ser el verdaderamente damnificado por el reparto de identidades que han pactado silenciosamente los Panero: el héroe romántico reconocido como tal es Leopoldo María, y para Juan Luis no quedan más atributos que los despojos de una realidad familiar demasiado exigente en su demanda de sordidez como para tomar en serio sus anómalas petulancias de baratillo, ora plagio ora caricatura de pretéritas leyendas ejemplares. Lo fascinante de su caso es la torpeza para dotar de credibilidad a su figura pública, y el déficit de talento como escritor, imperdonable para los Panero… y para los espectadores, que inadvertidamente admiran a los Quijotes no por su excentricidad, sino por su conformidad con los cánones de genialidad. No sé. Estaría muy bien una nueva secuela del film más cómplice con las idiosincrasias de Juan Luis, el verdadero perro verde de un linaje por lo demás milimétricamente remisible al “realismo español” de toda la vida.




Cierro estas especulaciones recomendando la lectura de mi pasión intelectual irreconocida de los últimos meses, de la que nunca hablo por el desprestigio del personaje en cuestión: Xavier Zubiri, metafísico español (perdón: metafísico vasco) que cometió el sacrilegio de encontrar y aceptar a Dios como el horizonte último y único de la filosofía. Hace ya demasiado tiempo que no encuentro ni una sola idea interesante en el circuito oficial de los “Estudios culturales” y su intercambio de cromos entre Foucaults, Deleuzes, Agambens y compañía, y en mi enésima cuaresma espiritual disfruto mucho más leyendo, por ejemplo, teología: suena muy cool, porque es muy cool, así que entérense los marymodernos de que lo last ya no es recitar a Guattari, sino estudiar teología.
En cualquier caso, si hay alguien al otro lado de la pantalla que, como yo, no esté satisfecho con las ideas de Heidegger sobre el Ser último de lo real, puede darle una oportunidad a Zubiri, que partiendo de la ontología del alemán propone un modelo en el que la primera instancia metafísica es, casualmente, la realidad. Su concepto de “respectividad” me parece óptimo para dar cuenta del espacio en el que conviven ficción y no ficción, impresiones e intelecciones, mentira y verdad, así que recomiendo su lectura incluso a aquellos alérgicos a la mística de los creyentes, porque su trabajo va mucho más allá.
El negativo de la subjetividad no es la objetividad, sino la insustancialidad.
Lo antagónico a la realidad no es la ficción, sino la nada.
No hay realismo posible, porque todo lo visto y lo pensado y lo narrado adviene aquí, en la realidad. 
 
Aquí un magnífico texto introductorio al trabajo de Zubiri.


1 comentarios:


  1. Un post muy coherente y bien argumentado.

    Me recuerda a algo que decía Cooper en su libro “Psiquiatría y antipsiquiatría”... “mi trabajo con familias me ha llevado a sospechar que tanto las familias “neuróticas” y “psicóticas” como las “normales” se caracterizan en nuestra comunidad por un alto grado de alienación con respecto a la realidad personal de cada uno de sus miembros. Uno se siente incluso tentado a considerar la hipótesis osada de que en las familias “psicóticas” el paciente esquizofrénico identificado por su episodio psicótico está tratando de liberarse de un sistema alienado, y es por lo tanto en cierto sentido menos “enfermo” o, por lo menos, no tan alienado como los vástagos “normales” de las familias “normales”. Pero en cuanto ingresa en un hospital para enfermos mentales, su intento desesperado de liberarse parecería haber fracasado en la elección de la táctica y estrategia sociales necesarias”.

    También JB decía que “todo lo que vive del sentido perecerá por la insignificancia”.

    Aunque yo creo que a algo se tiene que “agarrar” todo ser vivo para seguir viviendo. El hecho de que algo deje de tener sentido no significa que sólo la fe -en eso o en otra cosa- pueda devolvernos el sentido. Hay tantas formas que pueden dar sentido a la vida como formas en las que se pueden enlazar los elementos químicos. Creo.

    Pero la revolución-espectáculo a la que asistimos está ocurriendo porque el sentido económico, que se pretende a sí mismo mundializar y convertir en sentido único o unidireccional, aunque pueda anular otros sentidos, lo que no puede hacer es anular sus propios contra-sentidos. Por eso no necesitamos más ciencia-ficción. Porque ya vivimos en la ciencia-ficción. O para ser más precisos, en la ficción de la ciencia.

    http://www.lavanguardia.com/lacontra/20130207/54365145790/la-contra-juan-gervas.html


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