lunes, 18 de febrero de 2013

Máquinas disciplinarias



oscar mulero .  
about discipline and education.


Siempre me han seducido mucho, como espectador, las formas artísticas muy regladas, que imponen un estricto código normativo para su repertorio estético, suficientemente típico y genérico como para que sus obras maestras alcancen el sabor de lo impersonal, incluso a costa de que dichas normas sean completamente absurdas o insignificantes. El ejemplo perfecto de lo que digo son los Haiku, brevísimos poemas japoneses de métrica legislada hasta el delirio mediante unos parámetros que son como son, pero que podrían ser completamente diferentes. Habitualmente, los practicantes de las artes que orbitan alrededor del zen se limitan a perfeccionar con insistencia obsesiva tres o cuatro normas básicas cuyo criterio no es necesario justificar ni mucho menos cuestionar: la elaboración de jardines japoneses, la artesanía del abanico, el ritual del té o las plegaduras del Origami son labores a desarrollar con rigurosísima fidelidad al canon que las funda, y que en muchos aspectos no responde explícitamente a ninguna lógica técnica ni funcional. Supongo que todos los rituales tienen algo de Dada, y tal vez este tipo de prácticas obtengan su potencia hipnótica de su desafección por el sentido.

 
El mejor ejemplo castizo de este tipo de artes seguramente sea la tauromaquia, una coreografía absurda que empieza ya con los gestos sacramentales del momento en que el torero se viste el traje de luces, y que una vez en el ruedo se reduce a media docena de posibles movimientos del oficiante: el buen torero ni innova ni inventa ni cuestiona, y la calidad de su faena se determina por el brillo con el que materializa un ritual en el que cada eventualidad está minuciosamente prevista. Un analista de lo biopolítico seguramente recusaría este tipo de ejercicios dogmáticos como instrucción cognitiva del sentido de lo disciplinar: el mensaje que subyace a tales prácticas seguramente sea que las normas no admiten preguntas razonadas, y que el “trabajo bien hecho” consiste en el respeto humilde y rendido al código pactado de antemano. Mi fascinación por este juego es sin embargo mucho más cercana a la actitud del Roland Barthes de “El imperio de los signos” que a la del Focuault de la “Historia de la locura en la época clásica”: hay una gran profundidad poética en la palabra disciplina, cuyo amplio espectro de significados converge en designar actos que han de ser realizados sin pensar, sin el salvoconducto del logos. La belleza aterradora de este asunto es el subsuelo maquinal que insinúa una distopía implícita: en realidad el mejor torero quizás pudiese ser un robot, un ente capaz de calcular insuperablemente los movimientos tácticos de la faena sin hacerse ninguna pregunta por la estrategia de lo que está haciendo. El operario perfecto es la máquina, para la que no son necesarias medidas disciplinares porque toda ella es disciplina.
Pero, inquietantemente, “disciplina” sirve también para referir los dominios de acción humana socialmente acotados e históricamente constituidos. La arquitectura, por ejemplo, es una “disciplina”, como también lo son la botánica o la filosofía: más que regímenes de conocimiento, son órdenes de acción práctica que afectan no sólo a la metodología exigida por su praxis sino también a sus criterios de valor, al instrumental comunicativo y a la deontología que se acepta como “dato” de partida. Las deliberaciones sobre lo disciplinar son omnipresentes en la tratadística de la arquitectura moderna, pues en la disciplina pura se determina la posibilidad tanto de un “rigor” como de una gramática que propicie la función lingüística. Hoy en día estamos embebidos en la farisaica cultura individualista del “sé tu mismo” que promulga el libertinaje profesional y sacraliza la “innovación” quizás como equivalencia de “indisciplina”. No sé: es muy complicado reflexionar sobre estos asuntos sin caer en la trampa foucaultiana de identificar “disciplina” con “represión”. E idolatría.

Todos los creadores (todos los que nos hemos asomado alguna vez al abismo de una página en blanco, todos los seres humanos) necesitan, para no ahogarse en el caos, recurrir como herramienta a las leyes de su disciplina: el buen dibujante sabe que hay un código disciplinar sobre cómo mover el lápiz sobre el papel para obtener un determinado trazo, y cómo cada tipo de trazo construye una determinada figura. Es más, los grandes creadores que consiguieron innovar en un campo, han sido por lo general obsesivos investigadores de sus respectivas disciplinas, cuyo dominio quizás sea requisito indispensable para poder dar pasos hacia adelante. Tal vez el genio sea aquel capaz de abarcar el conjunto de su disciplina en una visión panorámica que le habilita para encontrar la lógica desde la que pensar lo impensado en ella: esa es al menos la fórmula en la que hemos sido educados.
En el potentísimo capítulo “el juego ideal” de “Lógica del sentido”, Deleuze propone en cambio la postura de prescindir completamente de toda disciplina en la resolución de un proyecto, inventando para cada ocasión unas propias “reglas del juego”. Esa actitud es en realidad contradictoria con el fundamento empirista sobre el que dice cimentar su filosofía: si afrontar la vida exige constantemente repensar sus formas de determinación, anular todo dogma disciplinar, nos instala paradójicamente en la exigencia de la más radical racionalidad logocéntrica (pues para él, la razón es un pasajero del sentimiento). Lo disciplinar (lo recibido, aceptado, asumido y no pensado) es tal vez el éxtasis de lo pragmático y lo empírico: la acción guiada por certezas inmunes y ajenas al raciocinio, ordenadas por un formulario práctico normalizado. Del pensamiento nómada de “Diferencia y repetición” se deduce una heroica del libertinaje existencial que, sin embargo, es invivible sin la reconstrucción perpetua del propio suelo del pensamiento: una aventura que elogia la vida como indisciplinado salto al vacío, cuya conveniencia no me atrevo a juzgar y cuyos practicantes nunca he conocido… porque intuyo que nunca han existido: uno no puede definirse como deleuziano ni foucaultiano porque ello nos instala en la práctica de una disciplina, lo cual es un cobarde contrasentido: idolatrar a quien ha puesto punto y final a la posibilidad misma de la idolatría.
Todo esto al hilo de “About discipline and education”, obra cumbre de un género tan normalizado y riguroso como el techno, un arte extra-lógico y basado en el hábito que, en su pura apelación al cuerpo, se instituye en radicalmente disciplinar y carente de sentido.


1 comentarios:

  1. “Del pensamiento nómada de “Diferencia y repetición” se deduce una heroica del libertinaje existencial que, sin embargo, es invivible sin la reconstrucción perpetua del propio suelo del pensamiento: una aventura que elogia la vida como indisciplinado salto al vacío...”

    Bonita frase. Me recuerda a ese asunto de “la pulsión de muerte” de la que habla Freud -y otros muchos-.

    Según la wiki, Freud elaboró esa teoría a partir de los traumas que experimentaban los soldados a su regreso de la primera guerra mundial: “experiencias desagradables que el sujeto tendía a querer repetirlas o recrearlas”. Entonces elaboró esa teoría de una “pulsión de muerte” por volver a lo inorgánico. Pero yo creo que fue un intento por salvaguardar su teoría del “principio del placer”, que según yo creo, tanto “esfuerzo” le llevó elaborar, y que su propia “pulsión de muerte” tendía a transgredir.

    Al parecer -también según la wiki- tanteó otras teorías, sobre las que destaca una en concreto: “la idea de repetir eventos traumáticos para querer llegar a dominarlos tras algún tiempo”. Idea que a mí me parece mucho más razonable, sobre todo viendo toda la tipología de “locuras” que hacemos los humanos... y todo tipo de bichos:

    http://youtu.be/3opeVtyBp5I


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