oscar mulero .
about discipline and education.
Siempre me han seducido
mucho, como espectador, las formas artísticas muy regladas, que
imponen un estricto código normativo para su repertorio estético,
suficientemente típico y genérico como para que sus
obras maestras alcancen el sabor de lo impersonal, incluso a costa de
que dichas normas sean completamente absurdas o insignificantes. El
ejemplo perfecto de lo que digo son los Haiku, brevísimos poemas
japoneses de métrica legislada hasta el delirio mediante unos
parámetros que son como son, pero que podrían ser
completamente diferentes. Habitualmente, los practicantes de las
artes que orbitan alrededor del zen se limitan a perfeccionar con
insistencia obsesiva tres o cuatro normas básicas cuyo criterio no
es necesario justificar ni mucho menos cuestionar: la elaboración de
jardines japoneses, la artesanía del abanico, el ritual del té o
las plegaduras del Origami son labores a desarrollar con rigurosísima
fidelidad al canon que las funda, y que en muchos aspectos no
responde explícitamente a ninguna lógica técnica ni funcional.
Supongo que todos los rituales tienen algo de Dada, y tal vez este
tipo de prácticas obtengan su potencia hipnótica de su desafección
por el sentido.
El mejor ejemplo castizo
de este tipo de artes seguramente sea la tauromaquia, una coreografía
absurda que empieza ya con los gestos sacramentales del momento en
que el torero se viste el traje de luces, y que una vez en el ruedo
se reduce a media docena de posibles movimientos del oficiante: el
buen torero ni innova ni inventa ni cuestiona, y la calidad de su
faena se determina por el brillo con el que materializa un ritual en
el que cada eventualidad está minuciosamente prevista. Un analista
de lo biopolítico seguramente recusaría este tipo de ejercicios
dogmáticos como instrucción cognitiva del sentido de lo
disciplinar: el mensaje que subyace a tales prácticas
seguramente sea que las normas no admiten preguntas razonadas, y que
el “trabajo bien hecho” consiste en el respeto humilde y rendido
al código pactado de antemano. Mi fascinación por este juego es sin
embargo mucho más cercana a la actitud del Roland Barthes de
“El imperio de los signos” que a la del Focuault de la
“Historia de la locura en la época clásica”: hay una gran profundidad poética
en la palabra disciplina, cuyo amplio espectro de significados
converge en designar actos que han de ser realizados sin pensar, sin
el salvoconducto del logos. La belleza aterradora de este
asunto es el subsuelo maquinal que insinúa una distopía implícita:
en realidad el mejor torero quizás pudiese ser un robot, un ente
capaz de calcular insuperablemente los movimientos tácticos
de la faena sin hacerse ninguna pregunta por la estrategia de
lo que está haciendo. El operario perfecto es la máquina, para la
que no son necesarias medidas disciplinares porque toda ella
es disciplina.
Pero, inquietantemente,
“disciplina” sirve también para referir los dominios de
acción humana socialmente acotados e históricamente constituidos.
La arquitectura, por ejemplo, es una “disciplina”, como
también lo son la botánica o la filosofía: más que regímenes de
conocimiento, son órdenes de acción práctica que afectan no sólo
a la metodología exigida por su praxis sino también a sus criterios
de valor, al instrumental comunicativo y a la deontología que se
acepta como “dato” de partida. Las deliberaciones sobre lo
disciplinar son omnipresentes en la tratadística de la
arquitectura moderna, pues en la disciplina pura se determina la
posibilidad tanto de un “rigor” como de una gramática que
propicie la función lingüística. Hoy en día estamos embebidos en
la farisaica cultura individualista del “sé tu mismo” que
promulga el libertinaje profesional y sacraliza la “innovación”
quizás como equivalencia de “indisciplina”. No sé: es
muy complicado reflexionar sobre estos asuntos sin caer en la trampa
foucaultiana de identificar “disciplina” con “represión”.
E idolatría.
Todos los creadores
(todos los que nos hemos asomado alguna vez al abismo de una
página en blanco, todos los seres humanos) necesitan, para no
ahogarse en el caos, recurrir como herramienta a las leyes de su
disciplina: el buen dibujante sabe que hay un código disciplinar
sobre cómo mover el lápiz sobre el papel para obtener un
determinado trazo, y cómo cada tipo de trazo construye una
determinada figura. Es más, los grandes creadores que consiguieron
innovar en un campo, han sido por lo general obsesivos investigadores
de sus respectivas disciplinas, cuyo dominio quizás sea requisito
indispensable para poder dar pasos hacia adelante. Tal vez el genio
sea aquel capaz de abarcar el conjunto de su disciplina en una visión
panorámica que le habilita para encontrar la lógica desde la que
pensar lo impensado en ella: esa es al menos la fórmula en la
que hemos sido educados.
En el potentísimo
capítulo “el juego ideal” de “Lógica del sentido”,
Deleuze propone en cambio la postura de prescindir
completamente de toda disciplina en la resolución de un proyecto,
inventando para cada ocasión unas propias “reglas del juego”.
Esa actitud es en realidad contradictoria con el fundamento empirista
sobre el que dice cimentar su filosofía: si afrontar la vida exige
constantemente repensar sus formas de determinación, anular todo
dogma disciplinar, nos instala paradójicamente en la exigencia de la
más radical racionalidad logocéntrica (pues para él, la razón es
un pasajero del sentimiento). Lo disciplinar (lo recibido, aceptado,
asumido y no pensado) es tal vez el éxtasis de lo pragmático y lo
empírico: la acción guiada por certezas inmunes y ajenas al
raciocinio, ordenadas por un formulario práctico normalizado. Del
pensamiento nómada de “Diferencia y repetición” se
deduce una heroica del libertinaje existencial que, sin embargo, es
invivible sin la reconstrucción perpetua del propio suelo del
pensamiento: una aventura que elogia la vida como indisciplinado
salto al vacío, cuya conveniencia no me atrevo a juzgar y cuyos
practicantes nunca he conocido… porque intuyo que nunca han
existido: uno no puede definirse como deleuziano ni
foucaultiano porque ello nos instala en la práctica de una
disciplina, lo cual es un cobarde contrasentido: idolatrar a quien ha
puesto punto y final a la posibilidad misma de la idolatría.
Todo esto al hilo de
“About discipline and education”, obra cumbre de un género
tan normalizado y riguroso como el techno, un arte extra-lógico y
basado en el hábito que, en su pura apelación al cuerpo, se
instituye en radicalmente disciplinar y carente de sentido.
“Del pensamiento nómada de “Diferencia y repetición” se deduce una heroica del libertinaje existencial que, sin embargo, es invivible sin la reconstrucción perpetua del propio suelo del pensamiento: una aventura que elogia la vida como indisciplinado salto al vacío...”
ResponderEliminarBonita frase. Me recuerda a ese asunto de “la pulsión de muerte” de la que habla Freud -y otros muchos-.
Según la wiki, Freud elaboró esa teoría a partir de los traumas que experimentaban los soldados a su regreso de la primera guerra mundial: “experiencias desagradables que el sujeto tendía a querer repetirlas o recrearlas”. Entonces elaboró esa teoría de una “pulsión de muerte” por volver a lo inorgánico. Pero yo creo que fue un intento por salvaguardar su teoría del “principio del placer”, que según yo creo, tanto “esfuerzo” le llevó elaborar, y que su propia “pulsión de muerte” tendía a transgredir.
Al parecer -también según la wiki- tanteó otras teorías, sobre las que destaca una en concreto: “la idea de repetir eventos traumáticos para querer llegar a dominarlos tras algún tiempo”. Idea que a mí me parece mucho más razonable, sobre todo viendo toda la tipología de “locuras” que hacemos los humanos... y todo tipo de bichos:
http://youtu.be/3opeVtyBp5I