miércoles, 1 de mayo de 2013

La teoría R.I.P.


Repetición, Imitación... y Parodia


Todo parece ser pura repetición, pero “elevada a la enésima potencia” -como dice Deleuze-. De modo que no existiría la repetición sin la diferencia. Pero exactamente de la misma manera que la diferencia no puede existir sin la repetición.

Por otro lado, también parece que todos los seres vivos estamos abocados a la repetición. Solo que a esta manera de intentar repetir lo llamamos imitación. Y el ser humano en este aspecto parece haber destacado mucho sobre el resto, claro está.

Pero resulta, que cuando alguien es consciente de su repetición y de su diferencia, es cuando comienza la parodia, tanto de la repetición -con la ciencia-, como de la imitación -con la diferencia-, logrando escapar de esta forma de ambos a la vez, y surgiendo con ello -y ”sin querer”- un nuevo modelo de repetición, consistente en hacer desaparecer todo vestigio de la anterior. Gran ironía paradójica de la repetición... y de la razón.
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El siguiente texto ha sido extraído de "La precesión de los simulacros" (1978) de J. Baudrillard, incluido en el libro “Cultura y simulacro”.
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“Organice usted un falso hold-up. Asegúrese de que sus armas sean totalmente inofensivas y utilice un rehén cómplice a fin de que ninguna vida sea puesta en peligro (pues de lo contrario acabará en la cárcel). Exija un rescate y procure que la operación alcance la mayor resonancia. En suma, intente que el asunto resulte “verdadero” para poder poner a prueba la reacción del sistema ante un simulacro perfecto. No va usted a lograrlo: su red de signos artificiales se liará inextricablemente con elementos reales (un policía disparará de verdad; un cliente del banco se desvanecerá y morirá de un ataque cardiaco; puede que incluso le paguen el rescate).


Total, que sin haberlo querido se encontrará usted inmerso de lleno en lo real -una de cuyas funciones es precisamente la de devorar toda tentativa de simulación, la de reducir todas las cosas a la realidad-. Éste es precisamente el orden establecido, y lo era ya mucho antes de la puesta en juego de las instituciones y de la justicia.

Dentro de esta imposibilidad de aislar el proceso de simulación hay que constatar el peso de un orden que no puede ver ni concebir más que lo real, pues sólo en el seno de lo real puede funcionar. Un delito simulado, si ello puede probarse, será o castigado ligeramente (puesto que no ha tenido consecuencias), o castigado como ofensa al ministerio público (por ejemplo si se ha hecho actuar a la policía “para nada”), pero nunca será castigado como simulación pues, en tanto que tal, no es posible equivalencia alguna con lo real y, por tanto, tampoco es posible ninguna represión.

El desafío de la simulación es inaceptable para el poder, ello se ve aún más claramente al considerar la simulación de virtud: no se castiga y, sin embargo, en tanto que simulación es tan grave como fingir un delito.

La parodia, al hacer equivalentes sumisión y transgresión, comete el peor de los crímenes, pues anula la diferencia en que la ley se basa. El orden establecido nada puede en contra de esto, está desarmado ya que la ley es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación pertenece al tercer orden, más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá de las equivalencias, más allá de las distinciones racionales sobre las que se basa el funcionamiento de todo orden social y de todo poder. Es pues ahí, en la ausencia de lo real, donde hay que enfocar el orden, no en otra parte.

Por eso el orden escoje siempre lo real. En la duda, prefiere siempre la hipótesis de lo real (en el ejército se prefiere tomar al que finge por verdadero loco), aunque esto se va haciendo cada vez más difícil, pues si resulta prácticamente imposible aislar el proceso de simulación a causa del poder de inercia de lo real que nos rodea, también ocurre lo contrario (y esta reversibilidad forma parte del dispositivo de simulación e impotencia del poder), a saber, que a partir de aquí deviene imposible aislar el proceso de lo real, incluso se hace imposible probar que lo real lo sea.

 



Por ello, todos los hold-up, secuestros de aviones, etc., son de algún modo hold-up simulados, en el sentido en que están todos sometidos a priori al desciframiento y a la orquestación ritual de los mass-media que se anticipan a su escenificación y a sus posibles consecuencias. En definitiva, en el sentido en que funcionan como un conjunto de signos sometidos a su carácter de signos, en modo alguno a su finalidad “real”.

Pero guardémonos de tomarlos como irreales o como inofensivos. Al contrario, es en tanto que sucesos hiperreales, no teniendo ni contenido ni fines propios, pero refractados los unos por los otros (del mismo modo que los llamados sucesos históricos: huelgas, manifestaciones, crisis, etc.), es en tanto que tales que llegan a ser incontrolables para un orden que sólo puede ejercerse sobre lo real y sobre lo racional, sobre causas y fines. Orden referencial que sólo puede reinar sobre lo referencial, poder determinado que sólo puede reinar sobre un mundo determinado, pero que no puede nada contra esta recurrencia indefinida de la simulación, contra esta nebulosa ingrávida que no se somete a las leyes de la gravitación de lo real.

El poder mismo acaba por desmantelarse en este espacio y deviene una simulación de poder (desconectado de sus fines y de sus objetivos, abocado a efectos de poder y de simulación de masa).

La única arma absoluta del poder consiste en impregnarlo todo de referentes, en salvar lo real, en persuadirnos de la realidad de lo social, de la gravedad de la economía y de las finalidades de la producción. Para lograrlo se desvive, es lo más claro de su acción, en prodigar crisis y penuria por doquier.

“Tomar vuestros deseos por la realidad” puede llegar a entenderse como un eslogan desesperado del poder. En un mundo sin referencias, la referencia del deseo, o incluso la confusión del principio de realidad y del principio del deseo, son menos peligrosas que la contagiosa hiperrealidad. Quedamos entre principios y en esta zona el poder siempre tiene razón.

La hiperrealidad y la simulación disuaden de todo principio y de todo fin y vuelven contra el poder mismo la disuasión que él ha utilizado tan hábilmente durante largo tiempo. Pues, en definitiva, el capital es quien primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley radical de equivalencias y de intercambios, la ley de cobre de su poder.

Él es quien primero ha jugado la baza de la disuasión, de la abstracción, de la desconexión, de la desterritorialización, etc., y si él es quien viene fomentando la realidad, el principio de realidad, él es también quien primero lo liquidó con la exterminación de todo valor de uso, de toda equivalencia real de la producción y la riqueza, con la sensación que tenemos de la irrealidad de las posibilidades y la omnipotencia de la manipulación.

Ahora bien, esta lógica misma es la que, al radicalizarse, está liquidando hoy por hoy al poder, el cual no intenta otra cosa que frenar semejante espiral catastrófica secretando realidad a toda costa, alucinando con todos los medios posibles un último brillo de realidad sobre el que fundamentar todavía un brillo de poder (pero no logra otra cosa que multiplicar sus signos y acelerar el papel de la simulación).

 


Mientras la amenaza histórica le vino de lo real, el poder jugó la baza de la disuasión y la simulación desintegrando todas las contradicciones a fuerza de producción de signos equivalentes. Ahora que la amenaza le viene de la simulación (la amenaza de volatilizarse en el juego de los signos), el poder apuesta por lo real, juega la baza de la crisis, se esmera en recrear posturas artificiales, sociales, económicas o políticas. Para él es una cuestión de vida o muerte, pero ya es demasiado tarde.

De ahí la histeria característica de nuestro tiempo: la de la producción y reproducción de lo real. La otra producción, la de los valores y mercancías, la de las buenas épocas de la economía política, carece de sentido propio desde hace mucho tiempo.

Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. Por eso, tal producción “material” se convierte hoy en hiperreal. Retiene todos los rasgos y discursos de la producción tradicional, pero no es más que una metáfora.

De este modo, los hiperrealistas fijan con un parecido alucinante una realidad de la que se ha esfumado todo el sentido y toda la profundidad y la energía de la representación. Y así, el hiperrealismo de la simulación se traduce por doquier en el alucinante parecido de lo real consigo mismo.

Desde hace mucho tiempo, el poder no sueña más que en producir signos de su realidad. De pronto, ha entrado en escena otra figura del poder, la de la demanda colectiva de signos de poder, unión sagrada que se produce en torno a su desaparición y para conjurarla.

Todo el mundo se adhiere más o menos a esta demanda por terror al hundimiento de lo político. Así llegamos a un punto en que el juego se reduce a multiplicar la obsesión crítica del poder, obsesión de su vida y de su muerte, a medida que se esfuma. Cuando nada quede de él, nos encontraremos todos, según una lógica de autodisuasión progresiva, bajo la alucinación total del poder.

Una obsesión tal que se perfila ya por todas partes, expresando a la vez la compulsión de deshacerse del poder (nadie lo quiere ya, todos lo dejamos para otros), y el nostálgico pánico de su pérdida. La melancolía de las sociedades sin poder, ella fue una vez quien suscitó el fascismo, la sobredosis de un referencial fuerte en una sociedad que no puede culminar su enlutada vocación.

Seguimos en el mismo sitio y no encontramos salida: no sabemos guiar el cortejo fúnebre de lo real, del poder, de lo social mismo, implicado también en la depresión en que nos agitamos. Y es precisamente por un recrudecimiento artificial del poder, de lo real y de lo social por lo que intentamos escabullirnos. Esto, sin duda, acabará produciendo el socialismo. Por una torsión inesperada, por una ironía que no es ya la de la historia, será de la muerte de lo social de donde va a surgir el socialismo, como brotan las religiones de la muerte de Dios.

Advenimiento retorcido, energía inversa, reversión ininteligible para la lógica de la razón. Como lo es el hecho de que el poder no esté ahí más que para ocultar que ya no existe el poder. Simulación que puede durar indefinidamente: a diferencia del “auténtico” poder que es, que fue, una estructura, una estrategia, una relación de fuerzas, una apuesta, el poder del que hablamos, no siendo más que el objeto de una demanda social, será objeto de la ley de la oferta y la demanda y no estará ya sujeto a la violencia y a la muerte. Completamente expurgado de la dimensión política, depende, como cualquier otra mercancía, de la producción y el consumo masivo (mass-media, elecciones, encuestas).

Todo destello político ha desaparecido, solamente queda la ficción de un universo político.



Lo mismo ocurre con el trabajo. Ha desaparecido la chispa de la producción, la violencia del trabajo y de lo que en él se juega. Todo el mundo produce aún, y cada vez más, pero el trabajo se ha convertido en otra cosa: una necesidad, como lo contemplara idealmente Marx, pero en modo alguno en el mismo sentido, sino en el sentido de que el trabajo es objeto de una “demanda” social, como el ocio, al que se equipara en el funcionamiento general de la vida.

Ahora bien, tal demanda es exactamente proporcional a la pérdida del rumbo en el proceso del trabajo. Idéntica peripecia que en el caso del poder: el escenario del trabajo se monta para ocultar que lo real del trabajo, de la producción, ha desaparecido. Y también lo real de la huelga, que ya no consiste en detener el trabajo, sino en su alternativa en la cadencia ritual de la anualidad social.

Todo ocurre como si cada cual hubiera “ocupado”, tras la declaración de huelga, su lugar y puesto de trabajo y retomado, como es de rigor en una ocupación “autogestionaria”, la producción exactamente en los mismos términos que antes, pese a declararse (y a estar virtualmente) en estado de huelga permanente.

Sin embargo, aunque las cosas continúen como si no hubiera pasado nada, todo ha cambiado de sentido.

No se trata de un sueño de ciencia ficción, sino del doblaje del proceso del trabajo y del proceso de la huelga -huelga incorporada como la obsolescencia en los objetos, como la crisis en la producción. No puede hablarse ya de huelga y de trabajo, sino de ambos a la vez, es decir, de algo completamente diferente: una magia del trabajo, un engaño, una escenificación del drama de la producción (por no decir de su melodrama), dramaturgia colectiva en el escenario vacío de lo social.

No es ya la ideología del trabajo lo que es cuestión -viejo discurso, moral caduca que ocultaría el proceso “real” de trabajo y el funcionamiento “objetivo” de la explotación. El hecho es que el trabajo sigue ahí tan sólo para ocultar que no hay ya trabajo.

De igual modo, la cuestión no está ya en la ideología del poder, sino en la escenificación del poder para ocultar que éste no existe ya. La ideología no corresponde a otra cosa que a una malversación de la realidad mediante los signos, la simulación corresponde a un cortocircuito de la realidad y a su reduplicación a través de los signos.

La finalidad del análisis ideológico siempre es restituir el proceso objetivo, y siempre será un falso problema el querer restituir la verdad bajo el simulacro.

Por eso el poder está en el fondo tan de acuerdo con los discursos ideológicos y los discursos sobre la ideología, porque son discursos de verdad -válidos siempre, sobre todo si son revolucionarios, para oponerlos a los golpes mortales de la simulación”.

(Sugerencia de presentación... haciendo "click" en las fotos se pasa a otra dimensión :-)

1 comentarios:

  1. cuánto movimiento!!! y yo sin internec... miles de comentarios atrasados, me lo llevo en el usb y este finde os pongo a todos de verano >:-)

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