viernes, 24 de mayo de 2013

Monumento hermético


 En honor a Hermes, Dios de los comerciantes y los ladrones






Identidad como historia, o identidad como destino común

Los modelos epistemológicos del actor red, la sociología de las redes y flujos, las éticas del acontecimiento o las políticas de las multitudes, parten como hemos dicho de presupuestos ontológicos deducibles del río de Heráclito (lo procesual prima frente a lo sustancial) y su maniobra metafísica primigenia es prescindir no sólo de agentes, sino de cualquier tipo de sustancia local. La “inmaterialidad” de lo real se respira en el ambiente cultural contemporáneo y, para resolver la disociación entre el “mundo real” y el virtual de las representaciones informáticas, en el límite es preciso hacerlos converger reduciendo a ambos a información. Incluso en física de partículas se da por bueno que el “ladrillo más pequeño” de la realidad no es una pelotita de masa flotando en el vacío (de acuerdo a la ancestral tradición atomista), sino el vacío mismo puntuado mediante algún tipo de “dato”, algo así como una extraña nihilidad connotada, emparentable con las místicas del vacío orientales: cuando los físicos hacen zoom sobre la realidad no encuentran “sustancias” sino únicamente vectores, cargas positivas o negativas, modos de vibración, potencias de interacción. Semejante modelo propicia una cosmogonía quizás anti intuitiva pero de innegable operatividad intelectual: cuestiones tan problemáticas como la disparidad entre “naturaleza” y “tecnología” quedan superadas desde la genética, que compatibiliza a ambas en la forma de una cadena de datos computables, sea como patrón de reproducción de proteínas o como una secuencia binaria calculable por una CPU. Desde la barra de medida de su indexabilidad informativa, un render es equiparable a una sandía: ambos son desarrollos secuenciales de datos, y es en su traducción al lenguaje universal de ceros y unos donde su desarrollo formal puede ser referenciado a una lógica procesual común. La mística de las ontologías cibernéticas es criptográfica, va al código más que al referente, a la operación más que al resultante.


De semejante modelo ontológico se deduce necesariamente un pathos respecto a lo metafísico que poco a poco va permeándose (y naturalizándose) en todos los campos del saber: la sociología del actor-red es la consecuencia lógica en el terreno de las Humanidades de los hallazgos de esta física de partículas, en cuyo límite incluso lo molecular desaparece como red de procesos. Puesto que el core de las partículas no es sustancia insistente sino diferencia pura (cero versus uno, positivo versus negativo), y si su efectuación no acontece más que a través de la interacción (por lo visto la materia es el espejismo resultante del roce de ciertas partículas con el campo de HIggs) deja de tener mucho sentido analizar lo real en función de la “identidad”. Nada puede ser igual a sí mismo, pues no habría tal cosa como el sí mismo. Lo que existe son pequeñas perturbaciones sobre los tejidos espaciotemporales, electromagnéticos, y poco más. Lo que antiguamente se denominaba “esencia” no puede ser ya concebido más que como estricta potencia de interacción, de lo que se deduce la irrefrenable obsolescencia de las Identidades: si lo único que hay es movimiento transitivo (lo que se queda quieto no sale en la foto de la física teórica), la firme resiliencia de lo Identificable queda reducido a esa categoría de “ficción útil” con la que los realistas dan carpetazo a las demás escuelas de pensamiento. Y es que para que la ontología del actante-rizoma pueda funcionar en plenitud de poderes, tiene que sacarse de encima como sea la piedra en el zapato que supone para ellos la existencia de “identidades firmes”: si lo real es un proceso de infinita autocorrosión, si los fenómenos no acontecen como “cambios en el estado de cosas” sino como “cambio puro del que las cosas son sólo epifenómenos”, todo lo que se afirme inmune a los procesual es proscrito como inexistente, inviable e intolerable. Un presupuesto de consecuencias políticas delicadísimas: si la globalización ha sido posible es gracias a este imperativo ontológico de la interacción, que considera que cualquier forma de ensimismamiento (individual o colectivo) sólo puede degenerar en endogamias de aguas estancadas.

Ya que la identidad viene a ser una instancia que se perpetúa al margen del tiempo, su albergue sólo puede ser la memoria, allí donde los acontecimientos pueden quedar “fijados” e inmunes a la continua combustión de esencias que es el instante presente. Pero no se trata de una virtualidad ideal cualquiera, pues es el concepto de Identidad el que habilita la posibilidad misma de pensar realidades al margen del tiempo cronológico: el reino de la identidad es el pasado puro, la categoría trascendental que congela los “objetos” extrayéndolos del flujo perceptivo de acontecimientos y conservándolos en un limbo extemporáneo. En su interesantísimo libro sobre las Estatuas, Michel Serres traza una valiosísima hipótesis sobre la genealogía del concepto “Identidad” partiendo del objeto estatuario (e indirectamente, del monumental). Serres se pregunta cómo es posible que ya las primeras culturas humanas, incluso en contextos de terribles penurias y carencias, en sociedades sometidas a fatigosísimos trabajos y esfuerzos para garantizarse la supervivencia, se daba con tanta insistencia la producción de Estatuas (objetos en principio absurdos, que parecen no servir para nada y cuya elaboración requería tremendos esfuerzos materiales e intelectuales): las efigies han acompañado al hombre desde su amanecer como homo sapiens, ligadas generalmente a rituales funerarios o sacrificiales, y omnipresentes en todo tipo de idearios cosmogónicos (en pueblos panteístas y monoteístas, en multitudes campesinas e imperios tiránicos, comunidades paganas y teocracias de todo tipo…) Según el filósofo dicha práctica no se fundaría en la negación de la muerte (como aseguran muchos antropólogos), sino en la ansiedad resultante de constatar la descomposición de los cadáveres: la putrefacción de lo carnal ilustra que la sustancia de la vida (no sólo orgánica, sino el ensamblaje de vitalismos de todo tipo que componen el Mundo) está sometida a ciclos de perpetua permutación a los que nada sobrevive, pero la imperturbabilidad de las representaciones (exentas de la corrupción biológica) sugería la posibilidad de que a la Naturaleza le rodease algún tipo de esfera trascendental en la que “algo” pervive. La estatua, de materia y forma inmarchitables, presenta un tipo de imagen capaz de perpetuarse al margen de aquella Naturaleza heraclitiana en la que el hombre estaba todavía embebido, lo cual supondrá toda una revolución epistemológica para nuestra especie: gracias a las estatuas fue concebible que los objetos perecederos participaban de algo “eterno” localizable como su identidad. La estatua mantendrá complejas relaciones ontológicas con la identidad de la Persona (palabra cuya etimología, no lo olvidemos, tiene su origen en la Máscara) y en la condensación de los fenómenos de subjetividad en un mismo “ego” trascendental.
Una vez aparece el concepto de Identidad, fue rápidamente incorporado a la gestión de los saberes y los poderes. Es más, pronto dicha categoría se expandiría desde lo individual de una persona (en realidad de un cadáver) a lo colectivo de un Pueblo, habilitando la formación de sociedades de mayor complejidad que las que se articulaban únicamente mediante lazos de parentesco: la figura de “identidad de un Pueblo” permitía conjuntar la acción de habitantes de puntos remotos mediante el reconocimiento compartido de una Identidad común, por lo general simbolizada en figuras totémicas como dioses, emperadores, acontecimientos traumáticos, etc. Como “aquello que sobrevive a la muerte”, lo identitario servía a dichos Pueblos tanto como registro de los acontecimientos traumáticos cuya memorización sea conveniente por algún motivo (por ejemplo, si la tribu vecina invade dos veces tu aldea, incorporas a su identidad la condición de “invasores” y eso te previene de posibles agresiones futuras) como de anclar la gobernanza a ideales que trascendiesen las circunstancias de cada momento. Las tanatocracias (fuertemente estatuarias) legislaban en referencia a los dictados de los muertos mediante la legislatura suprema de la convivencia que significaba la “Tradición”. Dicha gobernanza mediante el “principio de identidad” no era una suma inconexa de prácticas autónomas sino que todas quedaban “ancladas” de diferente manera a la figura de una Identidad eterna que sirviese dogmáticamente como referente y unificador (fuese un Dios ultraterreno, un militar muerto hace siglos o un emperador vivo y divinizado estatuariamente). Las izquierdas que abogan por la Multitud son así muy fuertemente críticas con el principio de Identidad, pues coarta las potencias actuales y singulares de cada cual mediante su sumisión a un dogma extemporaneo e imperturbable que, por su misma esencia, es inmune al enjuiciamiento, que parece “gobernar desde los cielos”. Según estas críticas, los regímenes que orbitan alrededor de una Identidad (nacional, racial, cultural, geográfica, tiránica… hay muchas formas de Identidad política) son pues siempre gobernados desde el pasado, y por tanto contravienen la esencia misma del tiempo como devenir creativo. Lo identitario sería un corsé que constriñe a los ciudadanos mediante la adoración de un ideal común que los sitúa en una distribución social predeterminada, inhabilita la aparición de nuevas formas de vida, y ante todo compromete la soberanía legítima del individuo. Según los defensores de los rizomas, las comunidades que se articulan mediante el recurso a la Adoración de un dogma (pues esa es en última instancia la efectuación inmanente de la Identidad política) ya no son operativas para organizar la convivencia en el complejo mundo contemporáneo, en las que lo potencial es cada vez más trasversal a las identidades. Yo ya sólo a las heredadas de la historia, sino a cualquiera que pretenda instituirse como bloque en firme: suponen una amenaza a la infinita permeabilidad socioeconómica de la circulación de flujos.

El argumento de fondo para deslegitimar políticamente a las Identidades es el problema de los límites: como aglutinador, una identidad es una membrana que presupone un afuera (un gallego por ejemplo es aquel que no es no gallego) con la dificultad de gestionar la entrada y salida en la comunidad (a quién se le acepta como vasco, y a quién se rechaza, y en base a qué criterios). Los defensores de la idea de pueblo argumentan en cambio que la identidad obliga a cada comunidad a mantener siempre una saludable postura crítica respecto a sus propios límites y características, funcionando como un organismo dinámico y dúctil ante las contingencias del presente. Una perspectiva bastante sensata que habilita la existencia de identidades dinámicas, que no se articulan alrededor de la adoración estatuaria de una figura trascendente e imperturbable, sino al contrario, alrededor de un destino común. Las identidades de los pueblos son por lo general fuertemente narrativas, pues es precisamente cada narrativa (cada reparto de lo sensible, cada realidad compartida) el “dogma” que sirve de ADN a una comunidad. Las identidades dinámicas no son estatuarias sino genéticas, y el recurso a lo trascendental puede ser interpretado como la herramienta de la que se sirve cada pueblo para ir desplegando la estructura allí prevista, incorporando a su crecimiento lo contingente en analogía al patrón de crecimiento de un árbol, que cuando crece inscribe en su forma la dirección del viento, la dirección de los rayos de luz, los sustratos de suelo más fértiles, etc. Pero ya sabemos que el posestructuralismo desprecia las estructuras arbóreas y prefiere las rizomáticas, por lo que incluso una identidad dinámica es inaceptable para la formación de un Pueblo, némesis del pluralismo de postal tan en boga en la clase media universitaria. La formación de las comunidades no debe hacerse según Deleuze o Negri en función de un código genético (radicalmente estratégico), sino desde la Alianza táctica. Sólo pueden solidificarse en un “objeto” firme en tanto que no comprometan la apertura a lo contingente de la estructura de “redes”.
Uno de mis speakers favoritos del circuito académico anglo es Grahan Harman, estrella del realismo especulativo que comparece con frecuencia en todo tipo de saraos en los que habla con soltura de cualquier asunto que le propongan: esforzado todoterreno a lo Zizek, lo mismo te comenta una revuelta de estudiantes en Chile que un nuevo teorema matemático, pues trabaja con un Sistema ontológico holístico a la antigua usanza, aunque todavía en construcción. El proyecto filosófico que se ha propuesto es la dificultosísima tarea de “salvar” los objetos incluso en el seno de la ontología del actante rizoma, para lo cual está intentando trenzar a Heidegger con Latour y así dar con una especie de “Tercera vía” que selle una tregua entre el Ser y el Devenir. Con todo lo precaria que pueda ser por ahora su tentativa, recomiendo a todos ESTA INTERESANTE CHARLA en la que expone sus reflexiones a una audiencia de rizomáticos convencidos, los cuales no dudan en cantar las cuarenta a Harman por lo ofensivo de su tentativa, pues la renuncia a la estabilidad estatuaria del Ser es para ellos un dogma absolutamente irrenunciable. El proyecto de Harman se explica muy fácilmente: incluso si sometido a los mayores cambios y transacciones, incluso si su “Realidad” consiste en potencia de afección (capacidad de afectar y ser afectado), hay “algo” en el corazón del Objeto que permanece firme e incorruptible a través de todos sus devenires, una “esencia” o “identidad” capaz de sobrevivir al tumultuoso e inestable universo de permanente fluctuación que es la ontología rizomática. Desde el punto de vista del empirismo, la “identidad” no es una especie de estabilizador ontológico sino simplemente la recurrencia de ciertos comportamientos, ciertos hábitos locales a cada objeto en su interacción con el mundo: de este modo la Identidad pierde su estatismo y puede ser considerada como una forma de actuar más que una forma de ser, y por tanto es incorporable a las categorías generales de la filosofía de los procesos, gracias a ese principio pragmático que afirma que las causas se conservan en las consecuencias. Bruno Latour proponía que el único modo de incorporar las identidades en la ontología actante-rizoma era describiéndolas como “pompas”: “globos” que en determinado momento funcionan como un bloque, pero cuyas transacciones con su afuera (la red) harán que se desvanezca antes o después (una imagen muy plástica que ilustra remitiéndonos al universo estético de Tomás Sarraceno: hilos y globos).

Por dar por zanjada mi postura respecto a las consecuencias políticas de la epistemología de las redes (el modelo rizoma), resumo dudando de su sumisión frívola a lo contingente. Si “lo común” de una comunidad dependa únicamente de las apetencias puntuales de los que se reconozcan circunstancialmente como sus componentes, es previsible que éstos no promuevan acciones conjuntas “a las duras y a las maduras”. Es decir, cuando uno tiene donetes le aparecen muchos amigos, pero si alguien duerme en un cajero automático, ¿quién se reconoce como parte de su misma comunidad? El modelo de solidaridad social que habilitan los Pueblos me parece mucho más consistente en su consideración de que lo contingente es a menudo catastrófico. La fidelidad a una identidad permite incorporar a la articulación social el principio tan poco posmoderno del sacrificio solidario, instando a todos sus componentes a trabajar en la dirección del bien común, incluso en los momentos dramáticos. Si la multitud es ese magma de alianzas efímeras que postulaba Negri, nada garantiza la solidez de los lazos en las situaciones comprometidas: la comunidad no es firme y los deseos son nómadas, con lo cual no hay solidaridad social más que mediante una fuerte instrucción ética. El rizoma es una ética, y además una ética de lo global (nadie puede quedar excluido del rizoma, o este deja de serlo) y lo posible y deseable de su consecución es una reflexión que dejo a vuestro juicio. Y en vuestras manos.


El monumento hermético

Centrándonos ya en el dominio de la arquitectura, la cuestión de la Identidad remite fundamentalmente a la cuestión del monumento, que encarna en muchos flancos la misma incompatibilidad entre la resiliencia de lo que “es” y el ímpetu caníbal del “devenir”: la ciudad es un magma en combustión continua que tiende a traicionar su propio proyecto a cada momento, y todo planeamiento urbanístico debe someterse constantemente a revisión para evaluar su viabilidad ante las nuevas condiciones que va imponiendo la red de flujos y fuerzas. Cada peón del tablero urbano juega bajo la amenaza de su desaparición (todo edificio es materialmente susceptible de ser derribado) y una de las competencias más políticamente comprometedoras de la ciencia urbanística es el arbitraje de dignidades que decide qué es sagrado y qué no lo es: qué elementos de la ciudad gozan de la condición estatuaria de la extemporaneidad y quedan así indultados del belicoso juego de tronos que es siempre la deriva inmobiliaria. Hay diferentes grados de indulto: una chabola no merece ningún tipo de consideración, mientras una catedral disfruta de los máximos honores, de excepcionalidad y exenciones plenas, del valor de los valores, de la máxima de las Virtudes. El problema es que la única forma de legitimar el indulto al monumento (ni se compra ni se vende ni se derriba) son lógicas basadas en conceptos tan trascendentales y vagos como “patrimonial”, “cultural”, “histórico” y por supuesto “identitario”. Por materialistas que nos queramos poner desde las ontologías planas, la asimetría implícita en la categoría del Monumento sólo puede ser dogmática, y por lo que he investigado existen pocos debates verdaderamente profundo sobre las condiciones de la “Monumentalidad”… que a su vez ilustra la incapacidad de las ontologías orientadas al objeto y las sociologías de la red para determinar un marco consensuado de dignidades sobre el construir no ya una legislación, sino tan siquiera una legalidad.

Desde luego, desde las categorías de Baudrillard el Monumento institucionalizado no es más que un simulacro. Si la definición canónica remite su sustancia a la conmemoración y la congregación, el tipo de objetos urbanos que hoy en día son reconocidos institucionalmente como “monumentales” carecen por completo de capacidad alguna de crear identidad colectiva: en todo caso, ofrecen la representación ilusoria de una identidad meramente epidérmica y (esto es lo importante) no destinada tanto a los habitantes de cada ciudad, sino a los potenciales visitantes procedentes de otras ¿culturas?. Muchos de los más importantes monumentos de París no tienen ningún contenido político para la mayoría de los parisinos, al venir su condición de monumentalidad orientada a producir una determinada aura para la ciudad que la capacite para competir en el ruedo de la seducción urbana frente a otras urbes como Madrid, Londres, Roma o Tokyo: los monumentos específicos de cada localidad no significan, expresan ni efectúan identidades, sino que son más bien polos atractores, objetos de seducción inscritos en una dialéctica que ya no es de Pueblos, sino de multitudes. Sus objetitos turísticos son como las plumas de un pavo real, plumas construidas con los residuos de lo que antaño era el músculo político de la ciudad. Un monumento no pertenece a una ciudad sino al conjunto de la humanidad, cuya lógica de conjunto es la que determina el modo en que son vividos dichos monumentos. La UNESCO es un importante caballo de Troya al servicio de la globalización, al imponer una única forma de vivir el monumento, así como un criterio único de vivir y realizar la monumentalidad. Todos los grandes conquistadores exhibían como trofeos los monumentos de las tierras conquistadas, y exactamente lo mismo sucede hoy en día: cualquier ciudad de las que acogen cruceros con jubilados alemanes e ingleses, entra indudablemente en los juegos de fuerzas del FMI y demás alfiles imperiales. He estado estudiando la legislación de la UNESCO sobre las condiciones de monumentalidad, y bajo su apariencia aparentemente pacificadora e iluminista llevan subrepticiamente encriptadas toda una serie de medidas que, a fin de cuentas, vienen a decir: tu monumento es el monumento de todos, y deberás intercambiar cromos con nosotros. Ya comentaré estas delicadas leyes en otra ocasión.
Por seguir en París, pongo el ejemplo de Notre Dame, probablemente uno de los edificios más reconocidos del mundo. La importancia del reconocimiento hace de él un objeto anfibio, que ha de brillar en dos medios diferentes: el del París “real” y tridimensional, y el de las representaciones e imágenes que invisten al primero de su fascinante auralidad. Hoy en día el impacto de Notre Dame sobre la vida de la ciudad es considerable, al ser el turismo que genera un importantísimo foco de producción económica, una de las grandes fortalezas de PIB de su ciudad. Pero esa fertilidad crematística anula completamente el rol que tenía en el momento de su construcción, que no era otro que ilustrar la ideología de un determinado orden social al que servía no sólo de símbolo, sino de lugar de congregación y autorrepresentación de un Pueblo (independientemente de lo ilegítimo que alguien pueda encontrar en este tipo de símbolos, producidos y administrados siempre por las instituciones de poder): básicamente, porque entonces las imágenes no viajaban por el aire y sólo se producían para los que podían participar de ellas en vivo y en directo. Las iconografías que vehicula eran completamente reales para el cuerpo social que participaba de los rituales asociados, como reales eran los valores (políticos, religiosos, estéticos…) que llevaba asociados. Hoy en día no ha perdido capacidad congregadora, pero ha travestido al sujeto de la congregación. Este tipo de monumento global y de masas (al que a partir de ahora denominaré hiper-monumento) es una potente arma de desestabilización de lo local gracias a su potencia hermética. 
 
Notre Dame es un monumento hermético, ¿qué quiero decir? Hermes era un Dios griego capacitado para recorrer trasversalmente diferentes universos y descifrar cada una de las realidades que se iba encontrando, traduciendo todos los lenguajes a un idioma hermético común, y eso es exactamente lo que hace el hiper-monumento contemporáneo: extrae lo que antaño era monumentalidad identitaria de una comunidad, para disolverla en una nueva identidad de orden superior que las comprende a todas, en un falso ejercicio de integración llamado “globalización”. Es un monumento en segundo grado: monumentaliza el secuestro de lo que fue un monumento, incorporándolo a una colectividad única y global, la del hombre cosmopolita y sin atributos de la globalización que gusta de visitar ese tipo de espacios en una extraña actitud hermética que juzga todo por un “valor cultural” universal y abstracto, en realidad inexistente. Su hiper-monumentalidad es parasitaria, obtiene su vitalidad del cadáver de un monumento que privado de su identidad originaria queda reducido a ilusión de lo histórico, convirtiendo su forma de ser en extemporánea y universal, post histórica. Es desconcertante cómo la identidad del ciudadano global contemporáneo monumentaliza la muerte de la historia, mostrando embalsamados los restos de su cadáver y exhibiéndolos en un ritual que no tiene nada de nostálgico (¿quién querría que volviesen a llenar de leones el circo romano?) pero sí mucho de simulación. Brillante el Baudrillard más marxista cuando aseguraba que el simulacro es el símbolo por antonomasia de la sociedad de consumo, que esforzadamente inventa una falaz sustancia profunda para lo que en realidad no son más que símbolos vacíos.
En “El yo y el ello”, Freud proponía un interesantísimo aforismo que ofrece una lectura elegantísima sobre la monumentalidad: “El superyó es el monumento que conmemora la primera frustración o carencia”. El gesto de poner en simetría “superyó” y “monumento” hace que ambos conceptos se iluminen mutuamente, al establecer una génesis común a la aparición de la identidad tanto individual (caso del Superyo) como colectiva (caso del monumento). Las dos figuras refieren tanto un ideal de sí como un régimen moral, un credo de derechos y obligaciones, y especialmente una Identidad vinculante e irremediable a la que fidelizarse… Una bonita metáfora de la que quizás podamos obtener otras conclusiones, pues si el superyó es una instancia dinámica que se re-crea en todo momento en sincronicidad a las progresiones de la propia identidad, lo mismo cabría esperarse de la monumentalidad respecto a la identidad colectiva, pues a medida que ésta progresa también lo hacen colateralmente sus ideales morales. A medida que el desplazamiento entre el superyó colectivo de una época y el simbolismo de sus monumentos institucionalizados se va acrecentando, progresa la conversión en el hiper-monumento, que es un tipo de monumentalidad específico de la cultura contemporánea: respetar a los muertos como cadáver derrotado, pues ha perdido la autoridad moral. Criogenizar la historia y su conversión en una fábrica de sueños inocuos como Disneyland, tanatoestética en lugar de tanatocracia. Pero reformulando desde el materialismo esta perspectiva tan JB, creo que paradójicamente la tanatoestetica no conlleva una retirada de lo político del hiper-monumento, sino todo lo contrario: en las sombras, esos monumentos muertos mantienen intacta como hemos visto su poder de congregación, de alcance ahora planetario. Son identidad política en acto, aunque inconsciente a los que la viven como mero ocio. Para que una ciudad como Petra quede incorporada al circuito general de monumentos planetarios, tienen que darse una serie de condicionantes macro y micropolíticos muy profundos que terminan en ese signo de rendición que supone la disponibilidad para las plebes del Imperio lo que antaño era Totem de sacralidad privada y local. 

 
No acostumbro a visitar los monumentos de las ciudades que visito más que por imperativos de quien sea compañero de viaje, y a tenor de lo que acabo de exponer creo que queda claro que la hiper-monumentalidad de masas despierta cierta sensación de sordidez, incluso cuando al ser arquitecto decir algo así sea una herejía (en el gremio, se supone que el “valor cultural” está por encima de todo juicio ulterior). Y supongo ha quedado también clara mi simpatía por la que considero monumentalidad auténtica, la que implicaba una comunidad reunida firmemente en la conmemoración, la congregación y el destino común… aunque tal vez ese monumento popular convocante de una comunidad bien avenida no sean más que ensoñaciones, y nunca haya existido esa Identidad comunal ahora decididamente apócrifa en el mundo rizoma, pero que en mi imaginario evoca la silueta de una solidaridad más sólida que la nuestra. Pero en modo wishful-thinking me gustaría defender curiosas e inadvertidas formas de monumentalidad contemporánea, que no por no institucionalizadas dejan de ser capaces de generar a su alrededor lazos de comunidad. Lo curioso es que dichos monumentos (que a partir de aquí llamaré micro-monumentos) no se enclavan en un lugar geográfico concreto, sino que en sintonía con nuestra vida nómada, trasnacional y telemática, ahora te los puedes llevar en el bolsillo. En simetría a las comunidades que se articulan a su alrededor, suelen ser efímeros y sobre todo informacionales.
Micro-monumento es un cualquier símbolo que sea experimentado por sus devocionarios como signo de pertenencia a algún tipo de comunidad ideal articulada alrededor de ciertas experiencias comunes, por lo general de gran peso estético. Una Harley-Davison por ejemplo monumentaliza una narración legendaria con registros estéticos, acontecimientos memorables, su pequeña intra-historia y un vago ideal de “forma de vida” henchido de mística. La misma capacidad de cristalizar una comunidad pueden ser por ejemplo las figuras de Famobil, en su día objetos funcionales dedicados a los niños y ahora convertidos en fetiche de culto herético por parte de los treinta añeros que celebran en ellos su pertenencia a una determinada generación (que, hoy en día, es lo más parecido que tenemos a un pueblo): aunque pueda parecer que el culto a un tótem tan absurdo como un muñequito de Chewbacca pueda ser completamente ilusorio y sus feligreses carecen de un ideario político común, lo cierto es que el reconocimiento del valor simbólico de un objeto icónico enuncia la convergencia más o menos explícita de determinadas condiciones de vida. Lo monumental siempre ha territorializado el componente sentimental, del pathos más que del logos, propio de la sensación de pertenencia a un cierto colectivo identitario, y los micro-monumentos actualizan para el sentir contemporáneo la iconicidad que cataliza ese tipo de afectos: funciona con su componente de idolatría (adoración rendida a un tótem trascendental), pero también como desencadenante de un tipo de experiencia muy potente consistente en realizar una ceremonia en común con desconocidos que comparten mis valores imaginarios
 
Dejo para posteriores posts el que considero la mayor fábrica de experiencias monumentales como es el fútbol, el más puro ejemplo de este fenómeno trans histórico de la identidad común celebrada. Desde la lógica del análisis político convencional los grandes eventos deportivos son considerables auténticos dispositivos de dominación de la “plebe”, obscena actualización del viejo pan y circo romano, que fomentan un orden de sociabilidad carente de toda afirmación sociopolítica sustanciosa, y cuyo fin más bien sería desviar la atención del populacho lejos de los asuntos de los que verdaderamente deberían preocuparse. Pero ese planteamiento queda cojo al considerar que el fútbol es un placer ilegítimo y culturalmente patológico (propio de las masas iletradas), pero no entra a evaluar cómo es posible que, de hecho, el fútbol sea un placer, cuáles son los atributos por los que tantos ciudadanos caen rendidos ante simulacros de identidad popular tan autoparódicos como “ser del Madrid” o “ser del Atleti”. Evidentemente esto remite a lo que proponía al principio del post, pues la condición del que dice ser blaugrana se basa en la potencia del verbo ser: cada Club es un ofertorio de identidad grupal, algo que por los motivos que sea sigue vivo incluso en tiempos de “Multitudes” indiferenciadas, que se resisten a la supuesta “cordura” implícita en la renuncia a un pueblo. El Santiago Bernabéu es un monumento tan potente como pueda serlo el Arco del Triunfo de París, y el hecho de que no haya sido legitimado culturalmente por la academia (al ser un estadio mondo y lirondo, carecería del “valor cultural”, “histórico” o “patrimonial” que el Ministerio de Cultura sí concede a herméticos monolitos ancestrales y carentes de vida) no resta vigencia a una capacidad de convocatoria, creación de empatía y celebración catártica que resiste todo enjuiciamiento lógico, pese a estar basada en una lógica dialéctica tan primitiva, casi tribal: lo que define al club son sus archienemigos, su pasado legendario, sus inexistentes “valores”, su épica de lo popular. Un tipo de celebración multitudinaria con sus reminiscencias tenebrosas (en la visión de las masas enfebrecidas en un partido resuenan las imágenes del speech de Hitler en Nuremberg), tal vez porque los “pueblos”, y también las multitudes, lleven en su código genético el placer de la confrontación, un deje de violencia. Cada vez que nos agrupamos alrededor de un rito o un símbolo trazamos un límite, realizamos una segregación oposicional: nosotros no somos como todos los demás. Congregación exige la segregación de los no congregados. Y sin embargo, hay acontecimientos de escala planetaria que parecen alcanzar el límite posible de la monumentalidad: en la ceremonia de inauguración de unos Juegos Olímpicos por ejemplo (ritual anfibio por antonomasia), lo que conmemoramos es nuestra pertenencia a la comunidad formada por el Ser Humano como totalidad. Hermes ha cumplido su trabajo.





3 comentarios:

  1. Excelente post!!

    Intentaré leerlo con más tiempo, o con más calma... para que quede algo en la memoria -como dices tú-... algo que siga contruyendo, o destruyendo -o más bien deconstruyendo- mi identidad, supongo.

    Aunque ahora que lo pienso, creo que no hay mejor forma de-construir una identidad que oponiéndose a otra... o ¿tal vez sea sólo la única forma de hacerlo?

    Lo dicho... gran post! De modo que intentaré alimentar mi identidad descubriendo las "fisuras" de tu discurso :-)


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  2. Un tema interesantísimo este de las identidades comunitarias, pero también muy peliagudo, pues es fácil acabar derivando el discurso hacia la exigencia de identidades cerradas y autocráticas, más propias del fascismo. El problema es que resulta imposible crear identidades fuertes a grandes escalas, como puede ser la nación o el proletariado, a menos que se haga un uso extremo de la fuerza.

    Leer sobre milenaristas en la Edad Media aporta mucho para comprender la génesis de estos identitarismos tan virulentos. Los movimientos milenaristas estaban generalmente formados por pobres, vagabundos, jornaleros y obreros de las ciudades (que al estar fuera de la protección de los gremios vivían en condiciones paupérrimas); es decir, eran los marginados y apestados de la sociedad y, sobre todo, sin identidad. Llevados por la desesperación, creían que el día del juicio estaba a la vuelta de la esquina y que llegaría un mesías que aniquilaría o sometería a los infieles y pecadores. En el caso de Alemania, la imagen del mesías salvador se proyectaba sobre la figura del emperador. Dada su condición de marginados, perseguían una identidad más global que no los dejara fuera. Con el tiempo y con el desarrollo del capitalismo, la progresiva erosión de las viejas comunidades derivará en el desamparo y la incertidumbre de cada vez más gente, surgiendo así los nacionalismos; lo que para los burgueses era algo cojonudo, pues suplantaba las viejas identidades locales por una más abstracta que abriera las barreras al comercio interno.

    Hay que tener en cuenta que Hitler no era ningún burgués, sino un paria lleno de rencor que tuvo una buena oportunidad y la aprovechó, recreandose en desvaríos mesiánicos bastante similares a los de cualquier líder de los movimientos milenaristas. A lo que voy es que hay ciertos identitarismos que son meras ensoñaciones de gente desorientada o marginada, y que lo que, a mi ver, serían las verdaderas identidades, surgen de manera espontánea gracias a los vínculos entre gentes con unos intereses comunes y concretos, nunca abstractos.

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  3. time is coming

    http://cidadeterritorio.wordpress.com/


    -x-

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