En honor a Hermes, Dios de los comerciantes y los ladrones
Identidad
como historia, o identidad como destino común
Los modelos
epistemológicos del actor red,
la sociología de las redes y flujos,
las éticas del acontecimiento
o las políticas de las multitudes,
parten como hemos dicho de presupuestos ontológicos deducibles del
río de Heráclito (lo procesual
prima frente a lo sustancial)
y su maniobra metafísica primigenia es prescindir no sólo de
agentes, sino de
cualquier tipo de sustancia local. La
“inmaterialidad”
de lo real se respira en el ambiente cultural
contemporáneo y, para resolver la disociación entre el “mundo
real” y el virtual
de las representaciones informáticas, en el
límite es preciso hacerlos converger reduciendo a ambos a
información. Incluso
en física de partículas se da por bueno que el “ladrillo más
pequeño” de la realidad no es una pelotita de masa flotando en el
vacío (de acuerdo a la ancestral tradición atomista), sino el vacío
mismo puntuado mediante algún tipo de “dato”, algo así como una
extraña nihilidad connotada, emparentable con las místicas del
vacío orientales: cuando los físicos hacen zoom sobre la realidad
no encuentran “sustancias” sino únicamente vectores, cargas
positivas o negativas, modos de vibración, potencias de interacción.
Semejante modelo propicia una cosmogonía quizás anti intuitiva pero
de innegable operatividad intelectual: cuestiones tan problemáticas
como la disparidad entre “naturaleza”
y “tecnología”
quedan superadas desde la genética, que compatibiliza a ambas en la
forma de una cadena de datos computables, sea como patrón de
reproducción de proteínas o como una secuencia binaria calculable
por una CPU. Desde la barra de medida de su indexabilidad
informativa, un render es equiparable a una sandía: ambos son
desarrollos secuenciales de datos, y es en su traducción al lenguaje
universal de ceros y
unos donde su
desarrollo formal puede ser referenciado a una lógica procesual
común. La mística de las ontologías cibernéticas es
criptográfica, va al
código más que al
referente, a la
operación más que al
resultante.
De semejante
modelo ontológico se deduce necesariamente un pathos respecto a lo
metafísico que poco a poco va permeándose (y naturalizándose) en
todos los campos del saber: la sociología del actor-red es la
consecuencia lógica en el terreno de las Humanidades de los
hallazgos de esta física de partículas, en cuyo límite incluso lo
molecular desaparece como red de procesos.
Puesto que el core de
las partículas no es sustancia insistente sino diferencia pura (cero
versus uno, positivo versus negativo), y si su efectuación no
acontece más que a través de la interacción (por lo visto la
materia es el espejismo resultante del roce de ciertas partículas
con el campo de HIggs) deja de tener mucho sentido analizar lo real
en función de la “identidad”. Nada puede ser igual
a sí mismo, pues no
habría tal cosa como el sí mismo.
Lo que existe son pequeñas perturbaciones sobre los tejidos
espaciotemporales, electromagnéticos, y poco más. Lo que
antiguamente se denominaba “esencia” no puede ser ya concebido
más que como estricta potencia de interacción, de lo que se deduce
la irrefrenable obsolescencia de las
Identidades: si lo único que hay es
movimiento transitivo (lo que se queda quieto no sale en la foto de
la física teórica), la firme resiliencia de lo Identificable queda
reducido a esa categoría de “ficción útil”
con la que los realistas dan carpetazo a las demás escuelas de
pensamiento. Y es que para que la ontología del actante-rizoma pueda
funcionar en plenitud de poderes, tiene que sacarse de encima como
sea la piedra en el zapato que supone para ellos la existencia de
“identidades firmes”: si lo real es un proceso de infinita
autocorrosión, si los fenómenos no acontecen como “cambios en el
estado de cosas” sino como “cambio puro del que las cosas son
sólo epifenómenos”, todo lo que se afirme
inmune a los procesual es proscrito como inexistente, inviable e
intolerable. Un presupuesto de consecuencias
políticas delicadísimas: si la globalización ha sido posible es
gracias a este imperativo ontológico de la interacción, que
considera que cualquier forma de ensimismamiento (individual o
colectivo) sólo puede degenerar en endogamias de aguas estancadas.
Ya que la
identidad viene a ser una instancia que se perpetúa al margen del
tiempo, su albergue sólo puede ser la
memoria, allí donde los acontecimientos
pueden quedar “fijados” e inmunes a la
continua combustión de esencias que es el instante presente.
Pero no se trata de una virtualidad ideal cualquiera, pues es el
concepto de Identidad el que habilita la posibilidad misma de pensar
realidades al margen del tiempo cronológico: el reino de la
identidad es el pasado puro, la categoría trascendental que congela
los “objetos” extrayéndolos del flujo perceptivo de
acontecimientos y conservándolos en un limbo extemporáneo. En su
interesantísimo libro sobre las Estatuas,
Michel Serres traza
una valiosísima hipótesis sobre la genealogía del concepto
“Identidad” partiendo del objeto estatuario (e indirectamente,
del monumental). Serres se pregunta cómo es posible que ya las
primeras culturas humanas, incluso en contextos de terribles penurias
y carencias, en sociedades sometidas a fatigosísimos trabajos y
esfuerzos para garantizarse la supervivencia, se daba con tanta
insistencia la producción de Estatuas (objetos en principio
absurdos, que parecen no servir para nada
y cuya elaboración requería tremendos esfuerzos materiales e
intelectuales): las efigies han acompañado al hombre desde su
amanecer como homo sapiens, ligadas generalmente a rituales
funerarios o sacrificiales, y omnipresentes en todo tipo de idearios
cosmogónicos (en pueblos panteístas y monoteístas, en multitudes
campesinas e imperios tiránicos, comunidades paganas y teocracias de
todo tipo…) Según el filósofo dicha práctica no se fundaría en
la negación de la muerte (como aseguran muchos antropólogos), sino
en la ansiedad resultante de constatar la
descomposición de los cadáveres: la
putrefacción de lo carnal ilustra que la sustancia de la vida (no
sólo orgánica, sino el ensamblaje de vitalismos de todo tipo que
componen el Mundo) está sometida a ciclos de perpetua permutación a
los que nada sobrevive, pero la
imperturbabilidad de las representaciones (exentas
de la corrupción biológica) sugería la
posibilidad de que a la Naturaleza le rodease algún tipo de esfera
trascendental en la que “algo” pervive.
La estatua, de materia y forma inmarchitables, presenta un tipo de
imagen capaz de perpetuarse al margen de aquella Naturaleza
heraclitiana en la que el hombre estaba todavía embebido, lo cual
supondrá toda una revolución epistemológica para nuestra especie:
gracias a las estatuas fue concebible que los objetos perecederos
participaban de algo “eterno” localizable como su identidad.
La estatua mantendrá complejas relaciones ontológicas con la
identidad de la Persona (palabra cuya etimología, no lo olvidemos,
tiene su origen en la Máscara) y en la condensación de los
fenómenos de subjetividad en un mismo “ego” trascendental.
Una vez
aparece el concepto de Identidad, fue rápidamente incorporado a la
gestión de los saberes y los poderes. Es más, pronto dicha
categoría se expandiría desde lo individual
de una persona (en realidad de un cadáver) a lo colectivo de un
Pueblo, habilitando la formación de
sociedades de mayor complejidad que las que se articulaban únicamente
mediante lazos de parentesco: la figura de “identidad
de un Pueblo” permitía conjuntar la acción
de habitantes de puntos remotos mediante el reconocimiento compartido
de una Identidad común, por lo general simbolizada en figuras
totémicas como dioses, emperadores, acontecimientos traumáticos,
etc. Como “aquello que sobrevive a la
muerte”, lo identitario servía a dichos
Pueblos tanto como registro de los acontecimientos traumáticos cuya
memorización sea conveniente por algún motivo (por ejemplo, si la
tribu vecina invade dos veces tu aldea, incorporas a su identidad la
condición de “invasores” y eso te previene de posibles
agresiones futuras) como de anclar la gobernanza a ideales que
trascendiesen las circunstancias de cada momento. Las tanatocracias
(fuertemente estatuarias) legislaban en
referencia a los dictados de los muertos
mediante la legislatura suprema de la convivencia que significaba la
“Tradición”. Dicha gobernanza mediante
el “principio de identidad” no era una suma inconexa de prácticas
autónomas sino que todas quedaban “ancladas” de diferente manera
a la figura de una Identidad eterna que sirviese dogmáticamente como
referente y unificador (fuese un Dios ultraterreno, un militar muerto
hace siglos o un emperador vivo y divinizado estatuariamente). Las
izquierdas que abogan por la Multitud son así muy fuertemente
críticas con el principio de Identidad, pues coarta las potencias
actuales y singulares de cada cual mediante su sumisión a un dogma
extemporaneo e imperturbable que, por su misma esencia, es inmune al
enjuiciamiento, que parece “gobernar desde
los cielos”. Según estas críticas, los
regímenes que orbitan alrededor de una Identidad (nacional,
racial, cultural, geográfica, tiránica… hay muchas formas de
Identidad política) son pues siempre
gobernados desde el pasado, y por tanto contravienen la esencia misma
del tiempo como devenir creativo. Lo identitario sería un corsé que
constriñe a los ciudadanos mediante la adoración de un ideal común
que los sitúa en una distribución social predeterminada, inhabilita
la aparición de nuevas formas de vida, y ante todo compromete la
soberanía legítima del individuo. Según los defensores de los
rizomas, las comunidades que se articulan mediante el recurso a la
Adoración de un dogma (pues esa es en última instancia la
efectuación inmanente de la Identidad política) ya no son
operativas para organizar la convivencia en el complejo mundo
contemporáneo, en las que lo potencial es cada vez más trasversal a
las identidades. Yo ya sólo a las heredadas de la historia, sino a
cualquiera que pretenda instituirse como bloque en firme: suponen una
amenaza a la infinita permeabilidad socioeconómica de la circulación
de flujos.
El argumento
de fondo para deslegitimar políticamente a las Identidades es el
problema de los límites: como aglutinador, una identidad es una
membrana que presupone un afuera (un gallego
por ejemplo es aquel
que no es no gallego) con la dificultad de
gestionar la entrada y salida en la comunidad (a quién se le acepta
como vasco, y a quién se rechaza, y en base a qué criterios). Los
defensores de la idea de pueblo argumentan en cambio que la identidad
obliga a cada comunidad a mantener siempre una saludable postura
crítica respecto a sus propios límites y características,
funcionando como un organismo dinámico y dúctil ante las
contingencias del presente. Una perspectiva bastante sensata que
habilita la existencia de identidades
dinámicas, que no se
articulan alrededor de la adoración estatuaria de una figura
trascendente e imperturbable, sino al contrario, alrededor de un
destino común. Las identidades de los
pueblos son por lo general fuertemente narrativas, pues es
precisamente cada narrativa (cada reparto de lo sensible, cada
realidad compartida) el “dogma” que sirve de ADN a una comunidad.
Las identidades dinámicas no son estatuarias sino genéticas, y el
recurso a lo trascendental puede ser interpretado como la herramienta
de la que se sirve cada pueblo para ir desplegando la estructura allí
prevista, incorporando a su crecimiento lo contingente en analogía
al patrón de crecimiento de un árbol, que cuando crece inscribe en
su forma la dirección del viento, la dirección de los rayos de luz,
los sustratos de suelo más fértiles, etc. Pero ya sabemos que el
posestructuralismo desprecia las estructuras arbóreas y prefiere las
rizomáticas, por lo que incluso una identidad dinámica es
inaceptable para la formación de un Pueblo, némesis del pluralismo
de postal tan en boga en la clase media universitaria. La
formación de las comunidades no debe hacerse según Deleuze o Negri
en función de un código genético
(radicalmente estratégico), sino desde la Alianza táctica.
Sólo pueden solidificarse en un “objeto” firme en tanto que no
comprometan la apertura a lo contingente de la estructura de “redes”.
Uno de mis
speakers favoritos del circuito académico anglo es Grahan
Harman, estrella del realismo especulativo
que comparece con frecuencia en todo tipo de saraos en los que habla
con soltura de cualquier asunto que le propongan: esforzado
todoterreno a lo Zizek,
lo mismo te comenta una revuelta de estudiantes en Chile que un nuevo
teorema matemático, pues trabaja con un Sistema ontológico
holístico a la antigua usanza, aunque todavía en construcción. El
proyecto filosófico que se ha propuesto es la dificultosísima tarea
de “salvar” los objetos incluso en el seno de la ontología del actante rizoma, para lo cual está intentando trenzar
a Heidegger con Latour y así dar con una
especie de “Tercera vía”
que selle una tregua entre el Ser y el Devenir. Con todo lo precaria
que pueda ser por ahora su tentativa, recomiendo a todos ESTA INTERESANTE CHARLA en la que expone sus reflexiones a una audiencia
de rizomáticos convencidos, los cuales no dudan en cantar las
cuarenta a Harman por lo ofensivo de su tentativa, pues la renuncia a
la estabilidad estatuaria del Ser es para ellos un dogma
absolutamente irrenunciable. El proyecto de Harman se explica muy
fácilmente: incluso si sometido a los mayores cambios y
transacciones, incluso si su “Realidad” consiste en potencia de
afección (capacidad de afectar y ser afectado), hay
“algo” en el corazón del Objeto que permanece firme e
incorruptible a través de todos sus devenires, una “esencia” o
“identidad” capaz de sobrevivir al tumultuoso e inestable
universo de permanente fluctuación que es la ontología rizomática.
Desde el punto de vista del empirismo, la “identidad” no es una
especie de estabilizador ontológico sino simplemente la recurrencia
de ciertos comportamientos, ciertos hábitos locales a cada objeto en
su interacción con el mundo: de este modo la Identidad pierde su
estatismo y puede ser considerada como una forma de actuar más que
una forma de ser, y por tanto es incorporable a las categorías
generales de la filosofía de los procesos, gracias a ese principio
pragmático que afirma que las causas se conservan en las
consecuencias. Bruno Latour proponía que el único modo de
incorporar las identidades en la ontología actante-rizoma era
describiéndolas como “pompas”: “globos” que en determinado
momento funcionan como un bloque, pero cuyas transacciones con su
afuera (la red) harán que se desvanezca antes o después (una imagen
muy plástica que ilustra remitiéndonos al universo estético de
Tomás Sarraceno:
hilos y globos).
Por dar por
zanjada mi postura respecto a las
consecuencias políticas de la epistemología de las redes
(el modelo rizoma), resumo dudando de su sumisión frívola a lo
contingente. Si “lo común” de una comunidad dependa únicamente
de las apetencias puntuales de los que se reconozcan
circunstancialmente como sus componentes, es previsible que éstos no
promuevan acciones conjuntas “a las duras y
a las maduras”. Es decir, cuando uno tiene
donetes le aparecen muchos amigos, pero si alguien duerme en un
cajero automático, ¿quién se reconoce como parte de su misma
comunidad? El modelo de solidaridad social que habilitan los Pueblos
me parece mucho más consistente en su consideración de que lo
contingente es a menudo catastrófico. La fidelidad a una identidad
permite incorporar a la articulación social el principio tan poco
posmoderno del sacrificio solidario, instando a todos sus componentes
a trabajar en la dirección del bien común, incluso en los momentos
dramáticos. Si la multitud es ese magma de alianzas efímeras que
postulaba Negri, nada garantiza la solidez de los lazos en las
situaciones comprometidas: la comunidad no es firme y los deseos son
nómadas, con lo cual no hay solidaridad social más que mediante una
fuerte instrucción ética. El rizoma es una
ética, y además una ética de lo global (nadie
puede quedar excluido del rizoma, o este deja de serlo) y lo posible
y deseable de su consecución es una reflexión que dejo a vuestro
juicio. Y en vuestras manos.
El
monumento hermético
Centrándonos
ya en el dominio de la arquitectura, la cuestión de la Identidad
remite fundamentalmente a la cuestión del monumento, que encarna en
muchos flancos la misma incompatibilidad entre la resiliencia de lo
que “es” y el ímpetu caníbal del “devenir”: la ciudad es un
magma en combustión continua que tiende a traicionar su propio
proyecto a cada momento, y todo planeamiento urbanístico debe
someterse constantemente a revisión para evaluar su viabilidad ante
las nuevas condiciones que va imponiendo la red de flujos y fuerzas.
Cada peón del tablero urbano juega bajo la amenaza de su
desaparición (todo edificio es materialmente susceptible de ser
derribado) y una de las competencias más políticamente
comprometedoras de la ciencia urbanística es el arbitraje de
dignidades que decide qué es sagrado y qué no lo es: qué elementos
de la ciudad gozan de la condición estatuaria de la extemporaneidad
y quedan así indultados del belicoso juego de tronos que es siempre
la deriva inmobiliaria. Hay diferentes grados de indulto: una chabola
no merece ningún tipo de consideración, mientras una catedral
disfruta de los máximos honores, de excepcionalidad y exenciones
plenas, del valor de los valores, de la máxima de las Virtudes. El
problema es que la única forma de legitimar el
indulto al monumento (ni se compra ni se
vende ni se derriba) son lógicas basadas en conceptos tan
trascendentales y vagos como “patrimonial”,
“cultural”,
“histórico” y por
supuesto “identitario”.
Por materialistas que nos queramos poner desde las ontologías
planas, la asimetría implícita en la categoría del Monumento sólo
puede ser dogmática, y por lo que he investigado existen pocos
debates verdaderamente profundo sobre las condiciones de la
“Monumentalidad”… que a su vez ilustra la
incapacidad de las ontologías orientadas al objeto y las sociologías
de la red para determinar un marco consensuado de dignidades sobre el
construir no ya una legislación, sino tan siquiera una legalidad.
Desde luego,
desde las categorías de Baudrillard el Monumento institucionalizado
no es más que un simulacro. Si la definición canónica remite su
sustancia a la conmemoración y la congregación, el tipo de objetos
urbanos que hoy en día son reconocidos institucionalmente como
“monumentales” carecen por completo de capacidad alguna de crear
identidad colectiva: en todo caso, ofrecen la representación
ilusoria de una identidad meramente epidérmica y (esto es lo
importante) no destinada tanto a los habitantes de cada ciudad, sino
a los potenciales visitantes procedentes de otras ¿culturas?. Muchos
de los más importantes monumentos de París no tienen ningún
contenido político para la mayoría de los parisinos, al venir su
condición de monumentalidad orientada a producir una determinada
aura para la ciudad que la capacite para competir en el ruedo de la
seducción urbana frente a otras urbes como Madrid, Londres, Roma o
Tokyo: los monumentos específicos de cada localidad no significan,
expresan ni efectúan identidades, sino que son más bien polos
atractores, objetos de seducción inscritos en una
dialéctica que ya no es de Pueblos, sino de multitudes.
Sus objetitos turísticos son como las plumas
de un pavo real, plumas construidas con los
residuos de lo que antaño era el músculo político de la ciudad. Un
monumento no pertenece a una ciudad sino al conjunto de la humanidad,
cuya lógica de conjunto es la que determina el modo en que son
vividos dichos monumentos. La UNESCO es un importante caballo de
Troya al servicio de la globalización, al imponer una única forma
de vivir el monumento, así como un criterio único de vivir y
realizar la monumentalidad. Todos los grandes conquistadores exhibían
como trofeos los monumentos de las tierras conquistadas, y
exactamente lo mismo sucede hoy en día: cualquier ciudad de las que
acogen cruceros con jubilados alemanes e ingleses, entra
indudablemente en los juegos de fuerzas del FMI y demás alfiles
imperiales. He estado estudiando la legislación de la UNESCO sobre
las condiciones de monumentalidad, y bajo su apariencia aparentemente
pacificadora e iluminista llevan subrepticiamente encriptadas toda
una serie de medidas que, a fin de cuentas, vienen a decir:
tu monumento es el monumento de todos, y deberás intercambiar cromos
con nosotros. Ya comentaré estas delicadas
leyes en otra ocasión.
Por seguir
en París, pongo el ejemplo de Notre Dame, probablemente uno de los
edificios más reconocidos del mundo. La importancia del
reconocimiento hace de él un objeto anfibio, que ha de brillar en
dos medios diferentes: el del París “real” y tridimensional, y
el de las representaciones e imágenes que invisten al primero de su
fascinante auralidad. Hoy en día el impacto de Notre Dame sobre la
vida de la ciudad es considerable, al ser el turismo que genera un
importantísimo foco de producción económica, una de las grandes
fortalezas de PIB de su ciudad. Pero esa fertilidad crematística
anula completamente el rol que tenía en el momento de su
construcción, que no era otro que ilustrar la ideología de un
determinado orden social al que servía no sólo de símbolo, sino de
lugar de congregación y autorrepresentación
de un Pueblo (independientemente de lo
ilegítimo que alguien pueda encontrar en este tipo de símbolos,
producidos y administrados siempre por las instituciones de poder):
básicamente, porque entonces las imágenes no viajaban por el aire y
sólo se producían para los que podían participar de ellas en vivo
y en directo. Las iconografías que vehicula eran completamente
reales para el cuerpo
social que participaba de los rituales asociados, como reales eran
los valores (políticos, religiosos, estéticos…) que llevaba
asociados. Hoy en día no ha perdido capacidad congregadora, pero ha
travestido al sujeto de la congregación. Este tipo de monumento
global y de masas (al que a partir de ahora denominaré
hiper-monumento) es
una potente arma de desestabilización de lo
local gracias a su potencia hermética.
Notre Dame
es un monumento hermético, ¿qué quiero decir? Hermes era un Dios griego capacitado para recorrer trasversalmente
diferentes universos y descifrar cada una de las realidades que se
iba encontrando, traduciendo todos los lenguajes a un idioma
hermético común, y eso es exactamente lo que hace el
hiper-monumento contemporáneo: extrae lo que antaño era
monumentalidad identitaria de una comunidad, para disolverla en una
nueva identidad de orden superior que las comprende a todas, en un
falso ejercicio de integración llamado “globalización”. Es un
monumento en segundo grado:
monumentaliza el secuestro
de lo que fue un monumento, incorporándolo a
una colectividad única y global, la del hombre cosmopolita y sin
atributos de la globalización que gusta de visitar ese tipo de
espacios en una extraña actitud hermética que juzga todo por un
“valor cultural”
universal y abstracto, en realidad inexistente. Su
hiper-monumentalidad es parasitaria, obtiene
su vitalidad del cadáver de un monumento que privado de su identidad
originaria queda reducido a ilusión de lo histórico,
convirtiendo su forma de ser en extemporánea y universal, post
histórica. Es desconcertante cómo la identidad del ciudadano global
contemporáneo monumentaliza la muerte de la historia, mostrando
embalsamados los restos de su cadáver y exhibiéndolos en un ritual
que no tiene nada de nostálgico (¿quién querría que volviesen a
llenar de leones el circo romano?) pero sí mucho de simulación.
Brillante el Baudrillard más marxista cuando aseguraba que el
simulacro es el símbolo por antonomasia de la sociedad de consumo,
que esforzadamente inventa una falaz sustancia profunda para lo que
en realidad no son más que símbolos vacíos.
En “El yo
y el ello”, Freud proponía un interesantísimo aforismo que ofrece
una lectura elegantísima sobre la monumentalidad: “El
superyó es el monumento que conmemora la primera frustración o
carencia”. El gesto de poner en simetría
“superyó” y “monumento” hace que ambos conceptos se iluminen
mutuamente, al establecer una génesis común a la aparición de la
identidad tanto individual (caso del Superyo) como colectiva (caso
del monumento). Las dos figuras refieren tanto un ideal de sí como
un régimen moral, un credo de derechos y obligaciones, y
especialmente una Identidad vinculante e irremediable a la que
fidelizarse… Una bonita metáfora de la que quizás podamos obtener
otras conclusiones, pues si el superyó es una instancia dinámica
que se re-crea en todo momento en sincronicidad a las progresiones de
la propia identidad, lo mismo cabría esperarse de la monumentalidad
respecto a la identidad colectiva, pues a medida que ésta progresa
también lo hacen colateralmente sus ideales morales. A medida que el
desplazamiento entre el superyó colectivo de una época y el
simbolismo de sus monumentos institucionalizados se va acrecentando,
progresa la conversión en el hiper-monumento, que es un tipo de
monumentalidad específico de la cultura contemporánea: respetar
a los muertos como cadáver derrotado, pues
ha perdido la autoridad moral. Criogenizar la historia y su
conversión en una fábrica de sueños inocuos como Disneyland,
tanatoestética en lugar de tanatocracia.
Pero reformulando desde el materialismo esta perspectiva tan JB, creo
que paradójicamente la tanatoestetica no conlleva una retirada de lo
político del hiper-monumento, sino todo lo contrario: en las
sombras, esos monumentos muertos mantienen intacta como hemos visto
su poder de congregación, de alcance ahora planetario. Son
identidad política en acto, aunque inconsciente a los que la viven
como mero ocio. Para que una ciudad como Petra quede incorporada al
circuito general de monumentos planetarios, tienen que darse una
serie de condicionantes macro y micropolíticos muy profundos que
terminan en ese signo de rendición que supone la disponibilidad
para las plebes del Imperio lo que antaño
era Totem de sacralidad privada y local.
No
acostumbro a visitar los monumentos de las ciudades que visito más
que por imperativos de quien sea compañero de viaje, y a tenor de lo
que acabo de exponer creo que queda claro que la hiper-monumentalidad
de masas despierta cierta sensación de sordidez, incluso cuando al
ser arquitecto decir algo así sea una herejía (en el gremio, se
supone que el “valor cultural” está por encima de todo juicio
ulterior). Y supongo ha quedado también clara mi simpatía por la
que considero monumentalidad auténtica, la que implicaba una
comunidad reunida firmemente en la conmemoración, la congregación y
el destino común… aunque tal vez ese
monumento popular convocante de una comunidad bien avenida no sean
más que ensoñaciones, y nunca haya existido esa Identidad comunal
ahora decididamente apócrifa en el mundo rizoma, pero que en mi
imaginario evoca la silueta de una solidaridad más sólida que la
nuestra. Pero en modo wishful-thinking
me gustaría defender curiosas e inadvertidas formas de
monumentalidad contemporánea, que no por no institucionalizadas
dejan de ser capaces de generar a su alrededor lazos de comunidad. Lo
curioso es que dichos monumentos (que a partir de aquí llamaré
micro-monumentos) no
se enclavan en un lugar geográfico concreto, sino que en sintonía
con nuestra vida nómada, trasnacional y telemática, ahora te
los puedes llevar en el bolsillo. En simetría
a las comunidades que se articulan a su alrededor, suelen ser
efímeros y sobre todo informacionales.
Micro-monumento
es un cualquier símbolo que sea experimentado por sus devocionarios
como signo de pertenencia a algún tipo de comunidad ideal articulada
alrededor de ciertas experiencias comunes, por lo general de gran
peso estético. Una Harley-Davison
por ejemplo monumentaliza una narración legendaria con registros
estéticos, acontecimientos memorables, su pequeña intra-historia y
un vago ideal de “forma de vida” henchido de mística. La misma
capacidad de cristalizar una comunidad pueden ser por ejemplo las
figuras de Famobil, en
su día objetos funcionales dedicados a los niños y ahora
convertidos en fetiche de culto herético por parte de los treinta
añeros que celebran en ellos su pertenencia a una determinada
generación (que, hoy en día, es lo más parecido que tenemos a un
pueblo): aunque pueda parecer que el culto a un tótem tan absurdo
como un muñequito de Chewbacca pueda ser completamente ilusorio y
sus feligreses carecen de un ideario político común, lo cierto es
que el reconocimiento del valor simbólico de un objeto icónico
enuncia la convergencia más o menos explícita de determinadas
condiciones de vida. Lo monumental siempre ha territorializado el
componente sentimental, del pathos
más que del logos,
propio de la sensación de pertenencia a un cierto colectivo
identitario, y los micro-monumentos actualizan para el sentir
contemporáneo la iconicidad que cataliza ese tipo de afectos:
funciona con su componente de idolatría (adoración rendida a un
tótem trascendental), pero también como desencadenante de un tipo
de experiencia muy potente consistente en realizar
una ceremonia en común con desconocidos que comparten mis valores
imaginarios.
Dejo para
posteriores posts el que considero la mayor fábrica de experiencias
monumentales como es el fútbol, el más puro ejemplo de este
fenómeno trans histórico de la identidad común celebrada. Desde la
lógica del análisis político convencional los grandes eventos
deportivos son considerables auténticos dispositivos de dominación
de la “plebe”, obscena actualización del viejo pan y circo
romano, que fomentan un orden de sociabilidad carente de toda
afirmación sociopolítica sustanciosa, y cuyo fin más bien sería
desviar la atención del populacho lejos de los asuntos de los que
verdaderamente deberían preocuparse. Pero ese planteamiento queda
cojo al considerar que el fútbol es un placer ilegítimo y
culturalmente patológico (propio de las masas iletradas), pero no
entra a evaluar cómo es posible que, de hecho, el fútbol sea un
placer, cuáles son los atributos por los que tantos ciudadanos caen
rendidos ante simulacros de identidad popular tan autoparódicos como
“ser del Madrid” o
“ser del Atleti”.
Evidentemente esto remite a lo que proponía al principio del post,
pues la condición del que dice ser blaugrana se basa en la potencia
del verbo ser: cada
Club es un ofertorio de identidad grupal, algo que por los motivos
que sea sigue vivo incluso en tiempos de “Multitudes”
indiferenciadas, que se resisten a la supuesta “cordura”
implícita en la renuncia a un pueblo. El Santiago Bernabéu es un
monumento tan potente como pueda serlo el Arco del Triunfo de París,
y el hecho de que no haya sido legitimado culturalmente por la
academia (al ser un estadio mondo y lirondo, carecería del “valor
cultural”, “histórico”
o “patrimonial”
que el Ministerio de Cultura sí concede a herméticos monolitos
ancestrales y carentes de vida) no resta vigencia a una capacidad de
convocatoria, creación de empatía y celebración catártica que
resiste todo enjuiciamiento lógico, pese a estar basada en una
lógica dialéctica tan primitiva, casi tribal: lo que define al club
son sus archienemigos, su pasado legendario, sus inexistentes
“valores”, su épica de lo popular. Un tipo de celebración
multitudinaria con sus reminiscencias tenebrosas (en la visión de
las masas enfebrecidas en un partido resuenan las imágenes del
speech de Hitler en Nuremberg), tal vez porque los “pueblos”, y
también las multitudes, lleven en su código genético el placer de
la confrontación, un deje de violencia. Cada vez que nos agrupamos
alrededor de un rito o un símbolo trazamos un límite, realizamos
una segregación oposicional: nosotros no
somos como todos los demás. Congregación
exige la segregación de los no congregados. Y sin embargo, hay
acontecimientos de escala planetaria que parecen alcanzar el límite
posible de la monumentalidad: en la ceremonia de inauguración de
unos Juegos Olímpicos por ejemplo (ritual anfibio por antonomasia),
lo que conmemoramos es nuestra pertenencia a la comunidad formada por
el Ser Humano como totalidad. Hermes ha cumplido su trabajo.
Excelente post!!
ResponderEliminarIntentaré leerlo con más tiempo, o con más calma... para que quede algo en la memoria -como dices tú-... algo que siga contruyendo, o destruyendo -o más bien deconstruyendo- mi identidad, supongo.
Aunque ahora que lo pienso, creo que no hay mejor forma de-construir una identidad que oponiéndose a otra... o ¿tal vez sea sólo la única forma de hacerlo?
Lo dicho... gran post! De modo que intentaré alimentar mi identidad descubriendo las "fisuras" de tu discurso :-)
Un tema interesantísimo este de las identidades comunitarias, pero también muy peliagudo, pues es fácil acabar derivando el discurso hacia la exigencia de identidades cerradas y autocráticas, más propias del fascismo. El problema es que resulta imposible crear identidades fuertes a grandes escalas, como puede ser la nación o el proletariado, a menos que se haga un uso extremo de la fuerza.
ResponderEliminarLeer sobre milenaristas en la Edad Media aporta mucho para comprender la génesis de estos identitarismos tan virulentos. Los movimientos milenaristas estaban generalmente formados por pobres, vagabundos, jornaleros y obreros de las ciudades (que al estar fuera de la protección de los gremios vivían en condiciones paupérrimas); es decir, eran los marginados y apestados de la sociedad y, sobre todo, sin identidad. Llevados por la desesperación, creían que el día del juicio estaba a la vuelta de la esquina y que llegaría un mesías que aniquilaría o sometería a los infieles y pecadores. En el caso de Alemania, la imagen del mesías salvador se proyectaba sobre la figura del emperador. Dada su condición de marginados, perseguían una identidad más global que no los dejara fuera. Con el tiempo y con el desarrollo del capitalismo, la progresiva erosión de las viejas comunidades derivará en el desamparo y la incertidumbre de cada vez más gente, surgiendo así los nacionalismos; lo que para los burgueses era algo cojonudo, pues suplantaba las viejas identidades locales por una más abstracta que abriera las barreras al comercio interno.
Hay que tener en cuenta que Hitler no era ningún burgués, sino un paria lleno de rencor que tuvo una buena oportunidad y la aprovechó, recreandose en desvaríos mesiánicos bastante similares a los de cualquier líder de los movimientos milenaristas. A lo que voy es que hay ciertos identitarismos que son meras ensoñaciones de gente desorientada o marginada, y que lo que, a mi ver, serían las verdaderas identidades, surgen de manera espontánea gracias a los vínculos entre gentes con unos intereses comunes y concretos, nunca abstractos.
time is coming
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