sábado, 1 de junio de 2013

Antropología anarquista

david graeber



Textos extraídos de “Fragmentos deantropología anarquista” de David Graeber 

“… hoy en día el anarquismo como filosofía política está en apogeo. Los movimientos anarquistas o inspirados en el anarquismo crecen por todas partes; los principios anarquistas tradicionales -autonomía, asociación voluntaria, autoorganización, ayuda mutua, democracia directa- se pueden encontrar tanto en las bases organizativas del movimiento de la globalización como en una gran variedad de movimientos radicales en cualquier parte del mundo.

Los revolucionarios de México, Argentina, India y otros lugares han ido abandonando cada vez más los discursos que abogan por la toma del poder y han empezado a formular ideas diferentes acerca de qué podría significar una revolución.



Es cierto que la mayoría utiliza todavía con timidez la palabra “anarquista”, pero como ha señalado recientemente Barbara Epstein, el anarquismo ya ha ocupado sobradamente el lugar que el marxismo tenía en los movimientos sociales de los años sesenta.




Si además se comparan las escuelas históricas del marxismo y el anarquismo, se observa que se trata de proyectos fundamentalmente diferentes. Las escuelas marxistas poseen autores. Así como el marxismo surgió de la mente de Marx, del mismo modo tenemos leninistas, maoístas, trotskistas, gramscianos, althusserianos... (Nótese que la lista está encabezada por jefes de Estado y desciende gradualmente hasta llegar a los profesores franceses).

Pierre Bourdieu señaló en una ocasión que si el mundo académico fuese como un juego en que los expertos luchan por el poder, uno sabría que ha vencido cuando esos mismos expertos empiecen a preguntarse cómo crear un adjetivo a partir de su nombre.

Es precisamente para preservar la posibilidad de ganar este juego que los intelectuales insisten en continuar usando en sus discusiones teorías de la historia del tipo “Gran Hombre”, de las que sin duda se mofarían en cualquier otro contexto. Las ideas de Foucault, como las de Trotsky, nunca son tratadas como un producto directo de un cierto medio intelectual, resultado de conversaciones interminables y de discusiones en las que participan cientos de personas, sino como el producto del genio de un solo individuo o, muy ocasionalmente, de una mujer.

Consideremos ahora las diferentes escuelas del anarquismo. Hay anarcosindicalistas, anarcocomunistas, insurreccionalistas, cooperativistas, individualistas, plataformistas... Ninguna le debe su nombre a un Gran Pensador; por el contrario, todas reciben su nombre de algún tipo de práctica o, más a menudo, de un principio organizacional. (Significativamente, las corrientes marxistas que no reciben su nombre de pensadores, como la autonomía o el comunismo consejista, son las más próximas al anarquismo).

A los anarquistas les gusta destacar por su práctica y por cómo se organizan para llevarla a cabo y, de hecho, han consagrado la mayor parte de su tiempo a pensar y discutir precisamente eso. Los anarquistas jamás se han interesado demasiado por las cuestiones estratégicas y filosóficas que han preocupado históricamente a los marxistas.

Esto no quiere decir que los anarquistas deban estar contra la teoría. Después de todo, el anarquismo es en sí mismo una idea, aunque sea muy antigua. También es un proyecto, que se plantea empezar a crear las instituciones de una nueva sociedad “en el seno de la vieja”, poner al descubierto, subvertir y socavar las estructuras de dominio, pero siempre procediendo de una manera democrática, demostrado de ese modo que dichas estructuras son innecesarias.

La cuestión no es, ni mucho menos, que los antropólogos abrazasen el anarquismo o, incluso, que adoptaran conscientemente las ideas anarquistas, sino más bien que se movían en los mismos círculos, que sus ideas se influenciaban recíprocamente, que había algo en el pensamiento antropológico en particular -su gran conocimiento de la gran variedad de posibilidades humanas- que le proporcionaba su afinidad con el anarquismo.

                                                          (los cuadros azules no están inclinados)


Robert Graves inventó dos tradiciones intelectuales diferentes que más tarde se convertirían en las principales líneas teóricas del anarquismo moderno, si bien se admite, por lo general, que se trata de las dos más excéntricas.
  
Por una parte, el culto a la Gran Diosa que, una vez revivido, se ha convertido en una de las inspiraciones directas del anarquismo pagano para los derviches hippies, siempre bienvenidos en las acciones de masa porque parecen tener un don para influir en el tiempo.

Por otra parte, el rechazo de Graves de la civilización industrial y su deseo de un colapso económico general ha sido llevado aún más lejos por los primitivistas, cuyo representante más famoso (y extremo) es John Zerzan, que ha llegado a argumentar que incluso la agricultura ha sido un grandioso error histórico.

Curiosamente, tanto los paganos como los primitivistas comparten por igual la cualidad inefable que hace del trabajo de Graves algo tan especial: es verdaderamente imposible saber a qué nivel debemos leerles. Es al mismo tiempo una parodia ridícula y algo muy serio.

También ha habido antropólogos, entre los cuales destacan algunos de los fundadores de la disciplina, que se han interesado por la política anarquista o anarquizante.

Sin embargo Marcel Mauss ha ejercido probablemente más influencia sobre los anarquistas que todos los demás combinados. Y esto se debe a su interés por las formas de moral alternativas, que permitieron empezar a pensar que si las sociedades sin Estado y sin mercado eran como eran se debía a que ellas deseaban activamente vivir así. Lo que para nosotros equivaldría a decir: porque eran anarquistas. Los fragmentos que existen hoy de una antropología anarquista derivan en su mayoría de Mauss.

Antes de Mauss se asumía de forma universal que las economías sin dinero o sin mercado operaban por medio del trueque; intentaban emular el comportamiento del mercado (adquirir bienes y servicios útiles al menor coste posible, hacerse ricos si era posible...), pero todavía no habían desarrollado fórmulas sofisticadas para lograrlo.

Mauss demostró que en realidad se trataba de “economías basadas en el don”. No se basaban en el cálculo, sino en el rechazo del cálculo; estaban fundamentadas en un sistema ético que rechazaba conscientemente la mayoría de lo que llamaríamos los principios básicos de la economía. No era cuestión de que todavía no hubieran aprendido a buscar el beneficio a partir de medios más eficientes, en realidad habrían considerado que basar una transacción económica, por lo menos las que se realizaban con aquellos a quienes no se tenía por enemigos, en la búsqueda de beneficios era algo profundamente ofensivo.

Es significativo que uno (de los pocos) antropólogos abiertamente anarquista de reciente memoria, otro francés, Pierre Clastres, se hiciera famoso por argumentar algo similar en un plano político. Clastres señalaba que los antropólogos políticos no han logrado todavía superar por completo las viejas perspectivas evolucionistas que consideraban el Estado como una forma mucho más sofisticada de organización que las formas anteriores.

Se asumía tácitamente que los pueblos sin Estado, como las sociedades amazónicas que Clastres estudiaba, no habían alcanzado el nivel de, por ejemplo, los aztecas o los incas. Pero Clastres planteaba: ¿y si los pueblos amazónicos no fuesen en absoluto ajenos a lo que podrían ser las formas elementales de poder estatal -lo que significaría permitir a algunos hombres dar órdenes a los demás sin que éstos pudieran cuestionarlas por la amenaza del uso de la fuerza- y, por lo tanto, quisieran asegurarse de que algo así no ocurriera jamás? ¿Y si resultase que consideran las premisas fundamentales de nuestra ciencia política moralmente inaceptables?

A esto me refiero, pues, cuando hablo de una ética alternativa. Las sociedades anarquistas no son menos conscientes de la disposición humana a la avaricia o la vanagloria que los norteamericanos modernos de la disposición a la envidia, la glotonería o la pereza, solo que las consideran poco interesantes como base de su civilización. De hecho, consideran estos fenómenos tan peligrosos moralmente que terminan organizando gran parte de su vida social con el objeto de prevenirlos.



 
Como he señalado, en realidad no existe una antropología anarquista, sólo fragmentos... quiero ir más lejos e imaginar el cuerpo de teoría social que podría llegar a existir en algún momento del futuro. Pero antes de hacerlo debo contestar la típica objeción a un proyecto de esta naturaleza: que el estudio de las sociedades anarquistas que existen en la actualidad carece de interés para el mundo contemporáneo. Después de todo, ¿acaso no estamos hablando de un puñado de primitivos?

Para los anarquistas que están familiarizados con la antropología, los argumentos resultan harto conocidos. El diálogo típico vendría a ser algo así: 

Escéptico: Bueno, me tomaría más en serio la idea de anarquismo si me dieses alguna razón por la que pudiera funcionar. ¿Puedes nombrarme un único ejemplo viable de sociedad que no haya tenido gobierno?

Anarquista: Por supuesto. Ha habido miles, pero te puedo nombrar las primeras que me vengan a la cabeza: los bororo, los baining, los onondaga, los wintu, los ema, los tallensi, los vezo...

Escéptico: ¡Pero si son todos un puñado de primitivos! Me refiero a anarquismo en una sociedad moderna, tecnológica.

Los dados están trucados, es imposible ganar. Porque cuando el escéptico habla de “sociedad”, en realidad se refiere a “Estado” o incluso a un “Estado-nación”. Como nadie va a dar un ejemplo de un Estado anarquista, lo cual sería una contradicción terminológica, en realidad lo que se nos pide es un ejemplo de un Estado-nación moderno al que de algún modo se le haya extirpado el Gobierno.

Existe una solución, que es aceptar que las formas anarquistas de organización no se parecerían en nada a un Estado, que implicarían una incontable variedad de comunidades, asociaciones, redes y proyectos, a cualquier escala concebible, superponiéndose y cruzándose de todas las formas imaginables y, probablemente, de muchas que no podamos siquiera imaginar. Algunas serán muy locales, otras globales. Quizá lo único que tengan en común es el hecho de no tener nada que ver con el uso de armas ni con mandar a los demás callar y obedecer.

Y, dado que los anarquistas no persiguen la toma del poder en un territorio nacional, el proceso de sustitución de un sistema por otro no adoptará la forma de un cataclismo revolucionario repentino, como la toma de la Bastilla o el asalto al Palacio de Invierno, sino que será necesariamente gradual, la creación de formas alternativas de organización a escala mundial, de nuevas formas de comunicación, de nuevos modos de organizar la vida menos alienados que harán que los modos de vida actuales nos parezcan, finalmente, estúpidos e innecesarios.

Esto significará, al mismo tiempo, que existen numerosos ejemplos de anarquismo viable: casi todas las formas de organización disponen de alguno, en la medida que no han sido impuestas por una autoridad superior, desde las bandas klezmer hasta el servicio internacional de correos. Desgraciadamente, este argumento no satisface a la mayoría de escépticos. Quieren “sociedades”... y nuevamente, aunque resulte raro, esto sucede debido a nuestra forma de pensar las revoluciones.




… el mundo moderno es el resultado de dos “revoluciones”: la Revolución francesa y la Revolución industrial, a pesar de que no tienen nada en común, excepto el hecho de haber supuesto una ruptura con lo anterior.

Si existe un error lógico en todo esto es creer que el cambio social e incluso el tecnológico funcionan del mismo modo que lo que Thomas Kuhn denominó “la estructura de las revoluciones científicas”. Kuhn se refiere a acontecimientos como el cambio del universo newtoniano al einsteiniano: de repente hay un avance muy importante tras el cual el universo es diferente.

Aplicado a algo que no sean las revoluciones científicas, implica que en realidad el mundo siempre ha sido equivalente a nuestro conocimiento del mismo, y en el momento en que modificamos los principios sobre los que se basa nuestro conocimiento, la realidad también cambia. Los psicólogos del desarrollo afirman que es supuestamente en nuestra más tierna infancia cuando superamos ese tipo de error intelectual básico, aunque al parecer esto sólo le ocurre a muy poca gente.

De hecho, el mundo no tiene por qué ajustarse a nuestras expectativas, y en la medida en que la “realidad” se refiera a algo, se referirá justamente a aquello que jamás podrán abarcar nuestras construcciones imaginarias. Las totalidades, en particular, son siempre criaturas de la imaginación. Las naciones, las sociedades, las ideologías, los sistemas cerrados... nada de ello existe realmente. La realidad es muchísimo más compleja, incluso cuando la fe en su existencia es una fuerza social innegable.

No es extraño que el hábito de definir el mundo, o la sociedad, como un sistema totalizador (en el que cada elemento es significativo únicamente en relación con los demás) tienda a conducir casi de forma inevitable a considerar las revoluciones rupturas catastróficas. Porque, después de todo, ¿cómo podría un sistema completamente nuevo reemplazar a un sistema totalizador sino por medio de un cataclismo?

La historia humana se convierte así en una serie de revoluciones: la revolución neolítica, la revolución industrial, la revolución de la información, etc., y el sueño político acaba tomando el control sobre el proceso hasta el punto de que podemos causar una ruptura de esta naturaleza, un avance momentáneo que no se producirá por sí solo sino como resultado de una voluntad colectiva. “La revolución”, para ser más exactos.

Por tanto, no es sorprendente que, cuando los pensadores radicales sintieron que tenían que abandonar su sueño, su primera reacción fuera redoblar sus esfuerzos por identificar las revoluciones en curso, hasta el punto de que, según Paul Virilio, la ruptura es nuestro estado permanente; o que para alguien como Jean Baudrillard, ahora cada par de años el mundo cambie por completo, es decir, cada vez que se le ocurre una nueva idea.

Este no es un llamamiento a un rechazo rotundo de semejantes totalidades imaginarias -aun asumiendo que esto fuese posible, que probablemente no lo es-, ya que quizá sean una herramienta necesaria del pensamiento humano. Es un llamamiento a tener siempre muy presente justo eso: que se trata de herramientas del pensamiento.

Por ejemplo, resulta muy bueno poder preguntar “tras la revolución, ¿cómo organizaremos el transporte de masa?”, “¿quién financiará la investigación científica?” o incluso, “tras la revolución ¿creéis que todavía existirán las revistas de moda?”.

El concepto es un instrumento mental útil, aunque reconozcamos que, en realidad, a no ser que queramos masacrar a miles de personas (e incluso de ser así), la revolución jamás será una ruptura tan clara como podría hacerlo creer esa sola palabra. Entonces, ¿en qué consistirá?





Ya he hecho algunas sugerencias. Una revolución a escala mundial llevará mucho tiempo, pero podemos estar de acuerdo en que ya está empezando a ocurrir. La forma más sencilla de cambiar nuestra perspectiva es dejando de pensar en la revolución como si de una cosa se tratara - “la” revolución, la gran ruptura radical- y empezar a preguntarnos: “¿qué es una acción revolucionaria?”.

Podemos proponer que una acción revolucionaria es cualquier acción colectiva que rechace, y por tanto confronte, cualquier forma de poder o dominación y al hacerlo reconstituya las relaciones sociales bajo esa nueva perspectiva, incluso dentro de la colectividad.

El objetivo de una acción revolucionaria no tiene por qué ser necesariamente derrocar gobiernos. Por ejemplo, los intentos de crear comunidades autónomas frente al poder (empleando la definición de Castoriadis: aquellas que se constituyen a sí mismas, crean sus propias normas o principios de acción colectivamente y los reexaminan continuamente) serían por definición actos revolucionarios. Y la historia nos demuestra que la acumulación continua de actos de esta naturaleza puede cambiar (casi) todo.

No soy el primero en ofrecer una argumentación de este tipo, esta visión es el corolario inevitable cuando se deja de pensar en términos de estructura del Estado y en la toma del poder estatal. Lo que deseo enfatizar aquí es su impacto en nuestro modo de pensar la historia.

Lo que propongo, esencialmente, es que nos impliquemos en una especie de experimento mental. ¿Y si, como afirma Bruno Latour en una de sus obras, “jamás hubiéramos sido modernos”? ¿Y si jamás hubiera habido una ruptura fundamental y, por lo tanto, no estuviésemos viviendo en un universo moral, social y político esencialmente diferente al de los piaroa, los tiv o los malgaches rurales?

Hay un millón de formas diferentes de definir la “Modernidad”. Según algunos, el concepto hace referencia sobre todo a la ciencia y la tecnología, mientras que para otros es una cuestión de individualismo o bien de capitalismo, racionalidad burocrática o alienación, o un ideal de libertad de un tipo u otro. Pero se defina como se defina, casi todo el mundo está de acuerdo en que en algún momento entre los siglos XVI, XVII o XVIII, tuvo lugar una Gran Transformación en Europa occidental y en sus colonias y que, a resultas de ello, nos convertimos en “modernos”. Y que una vez convertidos, nos transformamos en un tipo de criatura totalmente diferente a todo lo anterior.

¿Y si nos deshiciéramos de todo este aparato? ¿Y si derribáramos el muro? ¿Y si aceptásemos que los pueblos que Colón o Vasco de Gama “descubrieron” en sus expediciones éramos nosotros? O, ciertamente, al menos menos más “nosotros” que lo que Colón o Vasco de Gama jamás fueron.

No estoy diciendo que no haya cambiado esencialmente nada en quinientos años, ni tampoco que las diferencias culturales no sean importantes. En cierto sentido, todos, cada comunidad, cada individuo, vive en su propio universo único. Por “derribar muros” me refiero sobre todo a acabar con la presunción arrogante e irreflexiva de que no tenemos nada en común con el 98% de la gente que ha existido, de modo que no tenemos ni que tenerla en cuenta. Ya que, después de todo, si asumimos que ha habido una ruptura radical, la única cuestión teórica que uno se puede plantear es alguna variante de “¿qué nos hace tan especiales?”.

Una vez nos deshagamos de dichas presunciones, quizá nos percatemos de que no somos tan especiales como nos gusta creer y podamos entonces empezar a pensar en qué ha cambiado realmente y qué no.





Sin duda algunos Estados y élites corporativas terminarán por desplomarse bajo su propio peso -algunas ya lo han hecho-, pero es difícil imaginarse un escenario en que todos hayan desaparecido. Llegados a este punto, quizá los sakalava y bakongo nos proporcionen algunas ideas útiles. Lo que resulta indestructible se puede intentar al menos evitar, congelar, transformar e ir desproveyendo gradualmente de su sustancia; que en el caso de los Estados es, en última instancia, su capacidad para inspirar terror.

¿Qué significaría esto en las condiciones actuales? No resulta evidente. Quizá los aparatos estatales se acabarían convirtiendo en una simple fachada, a medida que se los fuera vaciando de sustancia tanto por arriba como por abajo, por ejemplo, a través del aumento de las instituciones internacionales y del desarrollo de formas de autogobierno locales y regionales. Quizá las formas de gobierno espectaculares terminen convirtiéndose en espectáculo puro y duro, un poco en la línea que sugería el yerno de Marx y autor de “El derecho a la pereza”, Paul Lafargue, cuando decía que después de la revolución los políticos aún serían capaces de realizar una función social importante en la industria del entretenimiento. Pero seguramente adoptará formas que aún no estamos en condiciones de anticipar, aunque sin duda muchas ya están en funcionamiento.

Del mismo modo que los Estados neoliberales adquieren características feudales, concentrando todo su armamento alrededor de comunidades cercadas, también surgen espacios insurreccionales donde menos lo esperamos. Los cultivadores de arroz merina descritos en el último capítulo saben algo que muchos aspirantes a revolucionarios desconocen: que hay momentos en que alzar la bandera rojinegra y hacer declaraciones desafiantes es la mayor estupidez que uno puede cometer.

A veces lo mejor es simular que nada ha cambiado, permitir que los representantes estatales mantengan su dignidad, incluso presentarse en sus despachos, rellenar sus formularios y, a partir de ese momento, ignorarlos por completo.” ... (o no)
*Nota: las cursivas son nuestras






MARTIAL CANTEREL - Market from PɨK on Vimeo.

5 comentarios:

  1. Excelentes párrafos y excelente la idea de publicar este post!! Graeber nos lleva de nuevo a la senda abierta por JB.

    Un abrazo!!

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  2. ... la sugerencia de "Fragmentos..." fue tuya -indirectamente, claro-. Supongo que todo son "sugerencias", como la de Mauss a Baudrillard o las de "La industria del placer" vete tú a saber a quién.

    Como decía Cioran: "el que tiene algo que decirme, no tiene nada que decirme", así que al hilo de estos fragmentos de antropología anarquista aquí dejo otra "sugerencia" para quien le sugiera algo, claro :-)

    http://filecloud.io/nly6pogw

    Un abrazo!!



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  3. el anarquismo en la globalización? qué tontería es esa?

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  4. Efectivamente eso es una tontería, por eso el tal Graeber se posiciona con los que piensan que la globalización no es real sino sólo virtual.

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  5. Un texto que merece la pena ser leído, recomiendo el libro completo. Salud,

    Ignacio

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